Cuando bajé del auto frente a la casa de Nora, me quedé petrificado. Me pareció que el corazón se me detenía. Las piernas se me aflojaron y me recosté sobre el guardabarros trasero del auto.
—¿Se siente bien?— me tomó Mercuccio del brazo. El contacto con el chofer me hizo recordar respirar.
—Es amarilla— murmuré—. Es amarilla en vez de blanca.
—¿Qué?
—La casa. Es amarilla en vez de blanca, pero es la casa correcta— dije.
—Sí, esta es la casa de Nora, ¿había estado antes aquí?— me preguntó Mercuccio.
—¿Antes? No, no había estado antes— respondí.
No, no había estado antes, había estado después. Esta era la casa donde me encontraría con Strabons dentro de diez años, esta era la casa de la cúpula de los vitrales.
Mercuccio se adelantó y tocó el timbre. Al ver el picaporte moverse y luego la puerta abrirse lentamente, tuve una fuerte sensación de dejá vu. El corazón me latía con fuerza. Strabons me haría pasar, me ofrecería té en su biblioteca y luego me mostraría la hermosa cúpula. El portal. Estaba a meros metros de la entrada al Círculo, a meros minutos de la aventura más grande de mi vida, a unos días de conocerla a ella. Pero la puerta, al abrirse, no reveló al nervioso y joven Strabons que recordaba, sino a Nora. Tenía puestos unos guantes amarillos de goma y un pañuelo que le cubría la cabeza. Sostenía el borde de la puerta con una mano y una escoba con la otra.
—Llegan tarde— nos reprochó Nora.
¿Tarde? Pero aún faltaban diez años... había tiempo...
—Allemandi ha estado esperando por dos horas y no está de buen humor— agregó, tironeando a Mercuccio del brazo hacia el interior de la casa. Yo lo seguí y Nora cerró bruscamente la puerta detrás de nosotros.
Recordaba esta sala. Había dos puertas, una a la derecha y una al fondo. Recordaba que por la puerta de la derecha se iba a la biblioteca de Strabons. Me acerqué a la puerta para abrirla.
—Por ahí no— me detuvo Nora—. Por acá— dijo, indicando la puerta del fondo.
Suspiré, frustrado, pero seguí a Nora por la puerta del fondo. Pensé que Mercuccio me acompañaría, pero no entró conmigo. La puerta daba a un pequeño comedor. Había en él una mesa vieja de madera pintada de verde y cuatro sillas tapizadas con patas cromadas un poco oxidadas. Sobre la mesa, había una bandeja con una tetera, una taza de té semivacía y un plato con galletas. En una de las sillas, estaba sentado un hombre de unos cincuenta años con cabello blanco abundante, prolijamente recortado. Vestía un traje azul oscuro y una corbata negra combinada con morado.
—Este es el doctor Allemandi— me lo presentó Nora.
Allemandi me miró de arriba a abajo con los labios apretados. Me miré yo también. Había estado viviendo en el bosque sin bañarme por tres días. Los pantalones tenían manchas de barro y de césped. La camisa tenía lamparones de sudor en las axilas, y los puños estaban negros de mugre. Me pasé la mano por mi pelo largo y enredado, tratando de peinarlo un poco. Suspiré, nada de lo que hiciera en aquel momento podría mejorar mi aspecto.
—¿Por qué no se sienta?— me invitó Nora con la mano—. Le traeré un poco de té caliente— agregó, tomando la bandeja de la mesa.
—Gracias— dije y me senté.
Hubo un largo e incómodo momento en el que Allemandi me estudió con mirada crítica.