Allemandi se despidió dándome la mano y se fue satisfecho.
—Ya le preparé el baño— me dijo Nora desde atrás. Me sobresalté, estaba tan ensimismado pensando en cómo los acontecimientos se estaban desarrollando que no había escuchado cuando entró al comedor.
—Gracias. Nora...
—¿Sí?
—Hay algo que quisiera hacer antes del baño. Quisiera ver un lugar de la casa.
Ella me miró, sorprendida.
—Claro— respondió sin comprender el por qué de mi pedido—. ¿Qué lugar desea ver?
—El fondo.
—¿El fondo?
—Sí, el patio trasero.
—¿Por qué...?
—Por favor— la corté antes de que pudiera cuestionarme.
Desde que había entrado a aquella casa, no había tenido otro deseo que ver la cúpula de vitrales, el portal. Me había resultado casi doloroso contener la ansiedad en la hora que Allemandi me había retenido en el comedor. No podía esperar un minuto más.
—De acuerdo— concedió Nora—, pero el lugar está hecho un desastre. Solo he tenido tiempo de ordenar y limpiar algunas de las habitaciones para que no encontrara todo en ruinas a su llegada, pero me temo que todavía no he podido hacer nada sobre el estado del patio trasero.
—No te preocupes, Nora.
Pensé que Nora me iba a llevar al patio a través de la biblioteca de Strabons, pero no. Me guió a través de una amplia cocina, donde rebuscó en un cajón la llave de la puerta del patio. Cuando finalmente la encontró, noté que estaba oxidada y un poco torcida. Aquella llave no se había usado en años.
Nora forcejeó con la cerradura por un eterno momento y al fin pudo abrir la puerta. Salí ansioso por la puerta adelante de ella. El corazón me dio un vuelco. Ante mí, se extendía una angosta vereda hecha con lajas de piedra, invadida por el césped y la maleza. Había árboles frutales degenerados con ramas retorcidas y cubiertas por enredaderas. La hierba era tan alta que me llegaba a la cintura. Hacia la derecha de la vereda, vi un viejo bebedero de hierro para pájaros medio enterrado en la maleza. Había cerca de cincuenta metros de caos vegetal. Lo que no había en todo ese terreno era señal alguna de la cúpula de vitrales.
Avancé por la vereda, internándome en el pastizal. Fui hasta donde recordaba debía estar la cúpula. No había nada. No había rastro alguno de construcción de ningún tipo. Pero esta era la casa correcta. Esta era la casa. Tenía que serlo. Tenía que estar aquí.
—¿Qué pasó con la cúpula?— le grité a Nora, dándome vuelta bruscamente hacia ella.
—¿Qué?
—¡La cúpula! ¿Dónde está la cúpula que estaba aquí?— señalé un área de césped salvaje.
—¿Cúpula? ¿Qué cúpula?
Resoplé, exasperado. ¿Aquella mujer nunca había notado la cúpula en el fondo de su propia casa?
—Había una habitación circular, justo aquí, estaba coronada con una cúpula de vitrales de colores— expliqué, enojado.