Nora sirvió flan de vainilla como postre. Al parecer, era el postre favorito de Mercuccio porque comió tres porciones.
—¿Cómo se conocieron tú y Strabons?— le pregunté a Nora.
—Uf, fue hace mucho, diez años. Un día llegó a mi puerta. Quería comprar esta casa.
—¿Por qué?
Nora se encogió de hombros.
—¡Solo dios sabe! Recuerdo que me pareció que estaba mal de la cabeza. Me convenció de que lo dejara entrar para recorrer la casa. Llevaba un aparato extraño que emitía unos sonidos, como un detector de algo. Recorrió todas las habitaciones, y hasta fue al patio trasero con ese aparato, apuntándolo en todas direcciones y tomando notas en una libreta. Me dijo que esta casa era especial y que la quería comprar. Me dijo que fijara un precio.
Asentí, comprendiendo. Strabons sabía que había un portal en esa casa.
—¿Y qué pasó?— la animé a continuar.
—Le dije que la casa no estaba en venta. Me ofreció mucho dinero, más de tres veces de lo que valía la casa, pero no acepté. Mi esposo, con el cual llevaba casada quince años, había fallecido hacía un año. Esta casa era lo que me quedaba de él, el lugar donde yo sentía que pertenecía, no me podía desprender de ella ni por todo el dinero del mundo. A Strabons no le gustó mi respuesta. Insistió mucho, pero al fin comprendió que no cedería. Me dijo que admiraba mi convicción. Me dijo que todas las personas que había conocido tenían un precio, que ofreciendo el monto adecuado de dinero podía hacerles hacer cualquier cosa, pero que yo era diferente. Me dijo que yo era tan especial como la casa. Cuando se despidió, me dejó su tarjeta y me dijo que si algún día necesitaba algo, que no dudara en contactarlo, y que si decidía en algún momento vender la casa, él pagaría más que cualquier otro que hiciera una oferta.
Al año siguiente, las cosas se pusieron difíciles. Mis ahorros se acabaron, y comencé a incurrir en deudas. Yo no tenía trabajo, y la pensión de mi marido alcanzaba apenas para comprar alimentos. No podía mantener la casa. Si no me ponía al día con mis deudas en un mes, lo perdería todo, perdería la casa que tanto amaba. Así que finalmente, decidí recurrir a Strabons. Fui a su casa y le expliqué mi situación. Él volvió a ofrecer comprar la casa, pero yo no quería desprenderme de ella. Pensé que iba a presionarme, que iba a amenazarme para que se la vendiera. Había ido preparada para eso. Pero cuando vio que yo no quería perder la casa, no insistió. En cambio, me ofreció pagar todas mis deudas a cambio de que yo trabajara para él. No tenía otra opción, acepté. Entendí que trabajaría gratis para él por años hasta saldar la deuda, pero el arreglo que Strabons había pensado no era así. Me dijo que el pago de la deuda era un regalo, y que a cambio de eso, lo que quería era que yo trabajara para él por un sueldo justo.
Trabajar para él me hizo bien. Había estado encerrada en esta casa por mucho tiempo, inmersa en el dolor de la pérdida de mi esposo. Trabajar fuera de la casa me ayudó a volver a vivir una vida más normal. Con el tiempo, ir y venir al trabajo se hizo más pesado. Un día, Strabons me dijo que era ridículo que estuviera yendo y viniendo todo el tiempo, cuando su casa tenía espacio de sobra y mejores comodidades para que yo pudiera vivir. Al principio me costó, pero luego acepté su propuesta. Volvía a mi casa cada dos o tres días para abrirla y limpiarla. Con el paso del tiempo, volví cada vez menos, hasta que finalmente quedó cerrada por años.
—¿Qué pasó con el interés de Strabons por la casa?
Nora se encogió de hombros.
—Dijo que el tiempo era muy distante o algo así.
—¿El punto temporal?