Me tomó tres días terminar de ordenar los libros. No encontré las notas de Strabons. Lo que sí había era innumerables libros sobre historia y mitología celta. Siendo Lug un dios celta, tenía sentido que Strabons hubiera acumulado tantos libros sobre el tema. Los había apartado y colocado con los demás libros que tenía intenciones de leer primero. Me llamó la atención que no había libros sobre vitrales o arquitectura de cúpulas.
—¿Las encontró?— me preguntó Mercuccio desde la puerta.
Levanté la vista de un libro sobre ritos celtas para contestarle:
—No, no están por ninguna parte.
—Tal vez quedaron en la casa— ofreció él.
—¿Me llevarías allá? Tengo que encontrarlas.
—Claro.
—Yo iré con usted— intervino Nora, asomando la cabeza por detrás de Mercuccio—. Conozco cada centímetro de esa casa. La limpié íntegra por diez años y conozco cada rincón.
—¿Sabes adónde pudo poner Strabons sus notas?— le pregunté.
—Nunca las vi, pero tengo idea de dónde las puede haber escondido.
—De acuerdo, vamos— dije, cerrando el libro y poniéndome de pie.
Estuvimos un buen rato vigilando la casa antes de decidir entrar. Cuando nos sentimos razonablemente seguros de que no había peligro, Nora y yo bajamos del auto y entramos a la casa por una entrada de servicio que estaba al costado, para no llamar tanto la atención. Mercuccio se quedó en el auto, observando los alrededores por si surgían problemas.
La puerta del costado daba a la parte de atrás de la cocina.
—Creo que lo que busca puede estar en su dormitorio— dijo Nora, subiendo las escaleras. La seguí sin demora.
Al abrir la puerta del dormitorio de Strabons, Nora se quedó estática, observando la cama.
—¿Qué pasa?— pregunté, nervioso.
—Alguien estuvo aquí— dijo ella.
Miré en derredor. No parecía haber nada fuera de lugar en la habitación.
—¿Estás segura?
—He tendido esa cama diariamente por diez años. Siempre de la misma forma. Está diferente. Alguien estuvo aquí, movió las cosas, pero trató de volver todo a su lugar.
—Tal vez Mercuccio...— intenté. No quería pensar en la alternativa.
—No— negó ella con la cabeza—. Éste no fue Mercuccio.
—Debemos salir de aquí— murmuré con urgencia.
—Déjeme mostrarle algo primero— me dijo ella. Se dirigió al ropero y lo abrió. Corrió las ropas de Strabons que aún colgaban de las perchas, y se agachó señalándome un lugar en el fondo del ropero, donde había un panel de madera que tenía una veta diferente al resto.
Me agaché junto a ella y golpeé el panel con los nudillos. Sonaba hueco. Pasé los dedos por el borde, buscando alguna forma de abrirlo, pero no encontré lugar alguno donde poder meter los dedos y hacer fuerza hacia afuera.
—Buscaré un cuchillo en la cocina— ofreció Nora.