—Soy el doctor Strabons— me anuncié a la bibliotecaria—. La universidad me llamó para decirme que había llegado un libro que necesito.
—Déjeme ver, doctor— respondió ella, tecleando con rapidez en la computadora—. Aquí está, sí— apoyó un dedo en la pantalla—. Déjeme buscarlo para usted.
—Gracias.
La seguí escaleras arriba hasta la segunda planta y luego por el piso alfombrado hasta llegar a las estanterías del ala este. La bibliotecaria entró decidida en uno de los pasillos y recorrió los lomos del quinto estante con un dedo en el aire. Al llegar al final del estante, frunció el ceño y volvió a empezar la búsqueda.
—¿Todo está bien?— pregunté, sospechando que no era así.
—Es raro, el libro no está donde debería.
El corazón me dio un vuelco.
La bibliotecaria fue hasta un terminal al final del pasillo y tecleó el nombre del libro.
—Aquí dice que está prestado— dijo.
—¿Prestado? Pero yo lo había reservado, me aseguraron que el libro no saldría de la biblioteca...
—El libro no ha salido de la biblioteca— me tranquilizó ella—, está prestado en sala.
Miré en derredor. Había muchas mesas con estudiantes leyendo o trabajando con sus computadoras portátiles. Mientras la bibliotecaria seguía examinando la pantalla del terminal, yo escrutaba los rostros de todos en la sala. Uno de ellos tenía mi libro.
—La persona que lo está leyendo reservó una sala privada en la tercera planta— me informó la bibliotecaria—. Si quiere, puedo ir a hablar con él.
—No es necesario, yo lo haré, gracias— respondí.
—Como quiera, es la sala tres.
Asentí y subí casi corriendo las escaleras. Estúpida Nora, si no se hubiera demorado tanto en avisarme que la universidad había llamado... Estúpido Mercuccio, si hubiera tenido un auto en condiciones para traerme enseguida... Mascullando sobre la incompetencia de mis empleados, llegué a la puerta de la sala tres. La ansiedad avasalló los buenos modales, y entré bruscamente sin golpear.
Un hombre de unos cincuenta años levantó la vista de mi libro y me miró fijamente por un momento con sus ojos azules. Vestía un simple pantalón marrón y una camisa amarillo pálido. Era prácticamente calvo y el poco cabello que tenía en los costados de la cabeza estaba encanecido. Tuve la sensación de que lo había visto antes en alguna parte.
El hombre miró su reloj.
—Reservé esta sala por tres horas— dijo.
—Y yo reservé ese libro— le contesté, señalando el libro con el dedo.
El hombre sonrió con una sonrisa tranquila.
—Por supuesto— dijo, cerrando el libro y empujándolo por la mesa hacia mí.
—Gracias— dije, aliviado de no tener que discutir sobre quién tenía derechos sobre el libro.
Tomé el ansiado libro entre mis manos y me dirigí hacia la puerta de vidrio de la sala.
—Pero la cúpula que buscas no está ahí— dijo el extraño a mis espaldas.