Durante todos los años de la investigación, cada vez que me sentía frustrado o estancado, venía al bosque. El bosque siempre me ayudaba. En el bosque encontraba la paz que alguna vez había encontrado en el Círculo. Aún sin mi habilidad, había aprendido a compartir mi ser con la naturaleza que me rodeaba. Había desarrollado una relación de comunión con las plantas y los animales de aquel bosque.
Esta vez, dos días en el bosque me habían sosegado lo suficiente como para permitirme pensar con más claridad. Había aceptado que debía enviar a Miguel al Círculo y que yo no podía usar la cúpula para ir en su lugar. Había comprendido que de alguna manera descubriría la forma de construir la cúpula con las características necesarias para activar el portal, solo tenía que seguir buscando, no rendirme. También había abrazado la idea de buscar otro portal y volver a entrar al Círculo para terminar con mi misión, para combatir a Wonur. Lo que todavía no había aceptado era el hecho de que no podía hacer nada para evitar la muerte de Dana. No me importaba que Humberto dijera que el hecho era inamovible, que ya había ocurrido y que no podía cambiarse: de alguna forma, encontraría la manera de alterar las cosas y salvarla. Violaría la paradoja o crearía otra si fuera necesario, pero Dana no moriría.
Aquellos pensamientos me dieron cierta paz. Había logrado nuevamente tomar las riendas de mi destino y continuaría la lucha. Haría lo necesario. Todavía no sabía cómo, pero tenía confianza en que encontraría la forma.
Después de una larga caminata, llegué al campamento. Me saqué el tahalí con la espada y lo apoyé contra un árbol. Siempre que venía al bosque traía la espada. Me gustaba practicar con ella, llevarla puesta por el bosque. Me hacía sentir como si estuviera en el Círculo otra vez. Mercuccio había hecho hacer una hermosa vaina de cuero repujado con un tahalí negro y un ancho cinto que se sentía cómodo.
Estaba hambriento. Abrí el bolso de las provisiones que me había preparado Nora y descubrí algo que no había visto antes, un termo plateado. Lo saqué y lo abrí. Era té, y aún estaba caliente. Busqué una taza y me serví un poco. El aroma me resultó conocido. Al probarlo, me recordó al té de Algericock. Sonreí. Por fin Nora había logrado la combinación de hierbas para un buen té. Me serví otra taza y abrí un paquete de bizcochos para acompañarla.
Después de comer, escruté el cielo. El sol de la tarde brillaba deslumbrante hacia el oeste. Todavía era temprano. Vi unas nubes densas que se movían desde el sur. Tal vez lloviera por la noche. Controlé que las estacas de la tienda estuvieran bien clavadas y los tirantes estuvieran bien tensos. Mientras revisaba el último tirante, sentí una sensación extraña, comencé a marearme. Tambaleante, llegué hasta un árbol y me apoyé en el tronco, tratando de estabilizarme. Cada vez me sentía peor. Decidí que lo mejor sería recostarme un rato, pero cuando quise caminar hacia la tienda, las piernas no me respondieron. Caí al suelo entre la hojarasca. Me ayudé con los brazos para arrastrarme otra vez hasta el árbol, y me icé hasta apoyar la espalda contra el tronco. Cerré los ojos un momento para tratar de disminuir el mareo. Sentí que me costaba un poco respirar.
Cuando abrí los ojos otra vez, vi a alguien que se acercaba al campamento. Se acercó a la mesita plegable donde descansaban el termo y los bizcochos. Tomó el termo, lo abrió y miró adentro.
—Veo que te gustó mi té. No es fácil encontrar las hierbas correctas para hacer un buen té en este mundo.
El mareo era cada vez más fuerte. Pestañeé varias veces, tratando de enfocarlo mejor. Se me heló la sangre al reconocerlo.
—¡Hermes!
—Gusto en verte también— dijo él. Revolvió uno de los bolsos hasta que encontró unos trozos de cuerda.
—¿Qué me diste?— logré articular con dificultad.
—No te preocupes, la dosis que te di no va a matarte. La idea era solo incapacitarte para poder trasladarte al lugar donde voy a torturarte— explicó él con la naturalidad de alguien que comenta sobre el clima para el fin de semana.