—¿Qué lo hizo cambiar de opinión?— me preguntó Nora cuando Juliana se excusó para ir al baño.
Mercuccio apoyó los platos sobre la mesa un momento y se volvió expectante.
—Me agradó su cabello— dije.
—¿Solo su cabello?— intervino Mercuccio—. Se me ocurren otras partes de su cuerpo que...
—¡Mercuccio!— lo amonestó Nora, dándole un codazo en el estómago.
Sonreí divertido.
—En serio, ¿qué fue?— preguntó Mercuccio, frotando su estómago donde Nora le había pegado.
—¿Recuerdas ese mapa extraño que descubrimos en el cajón bajo la mesa?
—¿Ése con todos esos dibujos raros?
—Sí. Esa chica me explicó más cosas de ese mapa en treinta segundos de lo que yo logré descubrir en siete años.
—Entonces yo tenía razón— dijo Nora, orgullosa—. Esa joven puede ayudarlo con lo que está buscando.
—Si lo admito, me lo recordarás por el resto de mi vida, ¿no es así?
—Si no lo admite será peor, se lo prometo— me respondió ella.
Suspiré.
—De acuerdo, Nora, tenías razón. Debía darle una oportunidad.
—¡Lo sabía! Eso le enseñará a escucharme con más atención cuando le digo las cosas— me regañó con un dedo en alto.
Revoleé los ojos. Tenía el presentimiento de que Nora nunca me dejaría olvidar el asunto.
Juliana volvió del baño y se ofreció a ayudar a poner la mesa. Nora se negó rotundamente.
Una vez sentados a la mesa, noté que Nora y Mercuccio cruzaban miradas de aprobación. Yo estaba concentrado en mi plato, rogando que el silencio incómodo no se siguiera prolongando. Fue Nora la que nos rescató del embarazoso momento.
—Cuéntanos de ti, querida, ¿por qué te interesaste en el puesto?
—Estoy en mi último año de licenciatura y debo elegir un tema para la tesis. No quiero hacer una tesis bibliográfica, quiero hacer una investigación de verdad, algo que realmente sirva a un propósito concreto. Cuando vi el aviso de que el doctor Strabons requería un asistente, fue perfecto, como si mi deseo de pronto se hiciera realidad. El doctor Strabons es una leyenda en la universidad, pensé que aprendería mucho con él. Mercuccio me aclaró que en realidad se trataba de su nieto, pero sabía que debía ser tan entendido en historia como su abuelo. Cuando vi su reacción al verme y me di cuenta de que no me quería, decidí que tenía que hacer algo, algo para demostrarle que podía ayudarlo, que era buena en lo mío a pesar de ser joven. Tenía que encontrar algo con lo que lucirme, así que abrí el cajón con el mapa. Al verlo, me quedé petrificada ante su magnificencia, todo el plan que había urdido desapareció de mi cabeza en un instante. Cuando el doctor entró en la biblioteca... me dirigió una mirada que me hizo pensar que iba a matarme allí mismo por haberme atrevido a violar su intimidad, sus cosas. Me di cuenta de que abrir ese cajón había sido un tremendo error. Pero lo hecho, hecho estaba. Lo único que se me ocurrió para salvar la situación fue halagar la copia del mapa. No sé cómo ni por qué, pero funcionó— dijo ella, mirándome de soslayo.
—Lo lamento— dije.
—¿Por qué?— preguntó ella.
—Usted esperaba encontrar a un experto en historia, alguien de quién pudiera aprender, pero seguramente ya se habrá dado cuenta de que soy un fraude. Soy tan ignorante que ni siquiera puedo leer un mapa medieval del lado correcto. No creo que pueda aprender mucho de mí. No la culparé si decide no aceptar el trabajo.
—¿Es una broma?— dijo ella—. ¿Usted sabe lo que hacen los asistentes de los grandes mentores de la historia? Traen y llevan libros y papeles, o hacen el café, todo con la esperanza de que en algún momento, el mentor les preste la más mínima atención, y tal vez les asigne alguna tarea que esté relacionada con la historia. Pero usted es distinto, usted realmente necesita una asistente, no una sirvienta. Esta es una gran oportunidad para mí, la oportunidad de hacer algo importante. Si no sabe mucho de historia, no me importa, yo puedo ayudarlo.
—Gracias— sonreí—. Mercuccio, la señorita Maer necesita algo para que su computadora funcione en la casa, necesito que lo consigas.