El aterrizaje en Heathrow fue muy suave, aunque el cambio de presión pareció hacerme estallar los oídos. Estuve embotado unas horas, pero luego parecí acostumbrarme al nuevo ambiente de Londres.
Juliana insistió en tomar el tren subterráneo desde el aeropuerto hasta el centro de Londres. Dijo que tardaríamos menos tiempo que por la superficie. En una media hora llegamos a la estación King´s Cross por la línea Picadilly. Nunca había visto tal aglomeración de gente en mi vida. Mientras yo miraba entre fascinado y atónito el mar de personas que hormigueaba a mi alrededor, Juliana me tironeaba de la mano por los túneles de la estación. Ni siquiera en Faberland había visto tanta gente. Juliana me explicó que la gran afluencia de personas se debía a que King´s Cross estaba junto a Saint Pancras y que allí llegaba el tren que venía por el Euro túnel desde París.
Me sorprendió la destreza conque Juliana me guiaba por la estación.
—¿Estuviste en Londres antes?— le pregunté.
—Una vez— respondió ella—. Londres es una ciudad fácil para manejarse.
—Si tú lo dices.
Salimos a la superficie a una ancha vereda con puestos de venta de diarios y revistas. Juliana tomó hacia la derecha y la seguí. A unos pocos metros atravesamos un enorme portal con la leyenda “The British Library” escrita en el cemento, y entramos en una amplia explanada de piso de baldosas rojas con recuadros blancos a través de los pesados portones de hierro formados por las letras de la frase “British Library” repetida decenas de veces.
A la izquierda se podía ver la enorme estatua del Newton de Paolozzi agachado trabajando con su compás. El edificio de la biblioteca era una construcción moderna de ladrillos naranja y techos grises.
Después de penetrar las puertas, Juliana se dirigió al puesto de información y habló con una recepcionista, mientras yo admiraba la inmensa sala iluminada poblada de pequeñas mesas con sillas altas y grandes sillones donde la gente estaba sentada leyendo o trabajando con computadoras.
—El jefe de mapas no está aquí— me dijo Juliana desde atrás. Me di vuelta hacia ella.
—¿Entonces?
—La recepcionista dice que tuvo que ir a una reunión importante en el Museo Británico. Dice que intentó contactarme para avisarme, pero no pudo dar conmigo. Si nos apuramos, podremos encontrarnos con él en el museo.
—¿Dónde queda el Museo Británico?
—No está lejos, pero será mejor tomar un taxi. No quiero arriesgarme a desencontrarme con él otra vez.
Asentí.
El viaje en taxi me agradó más que el subterráneo. El tráfico no me molestaba porque cada vez que quedábamos trabados en algún lugar, eso me daba tiempo para observar aquella magnífica ciudad.
El frente del Museo Británico era mucho más espectacular que el de la Biblioteca. El frontis triangular sostenido por columnas jónicas daba la impresión de que un pedazo de Grecia se había trasplantado a Londres. La afluencia de gente también era mayor que en la Biblioteca.
Juliana fue a averiguar dónde estaba nuestro huidizo experto, mientras yo me deleitaba ante la inmensidad de la sala central con su enorme cúpula vidriada que proveía una luminosidad que no parecía normal para un museo de historia.
—¿Hubo suerte?— le pregunté a Juliana, al ver que se acercaba a mí con su portafolio.
—Sí, aún está aquí. Nos atenderá después de su reunión, dentro de una hora.
—Una hora— repetí.
—Sí— confirmó ella. Se sentó en un banco y sacó su computadora—. Debo ver qué otros horarios de tren tenemos hasta Newport, y si podemos hacer una buena conexión hasta Hereford desde ahí.
Me senté junto a ella.
—¿Por qué no aprovecha a explorar un poco? Nos veremos aquí en una hora— me propuso ella.
—Suena bien— me puse de pie con una sonrisa, complacido ante tal oportunidad—. Una hora— reiteré. Ella asintió.
Llegué a la sala egipcia. Era extraño ver aquellas esculturas de tanta antigüedad en una edificación tan moderna, pero era más aberrante aún que el patrimonio egipcio se encontrara en Inglaterra y no en Egipto. Había tanto material allí, que supuse que los museos egipcios debían mostrar apenas unos pocos sarcófagos que les habían quedado después de aquel saqueo arqueológico de los británicos.
La exacta proporción, el lujo, los detalles, la perfección, la durabilidad... todo lo antiguo estaba hecho para durar. Las cosas debían hacerse bien. El arte era exquisito y sin fallas. El pulido de la roca era perfecto. Y las momias, aún allí, desarraigadas, desubicadas, pero aún allí, esperando, esperando... en un letargo milenario... ¿Qué secreto había detrás de todos ellos? Los egipcios, los griegos, los celtas, los anglosajones, y aún las civilizaciones orientales... ¿Qué escondían detrás de su arte perfecto, de sus creencias extrañas, de su cultura?