El dolor de los brazos era insoportable. Ya casi no podía sostener mi peso de las cadenas para que los grilletes no siguieran lastimando mis muñecas mientras colgaba del techo. Ella estaba frente a mí, mirándome en silencio.
—Por favor, mátame...— le pedí llorando.
Ella se acercó y me puso una mano sobre la mejilla. Sus labios se torcieron en una sonrisa perversa.
—Me excita cuando ruegan por la muerte— dijo, entrecerrando los ojos.
—Por favor... — gemí.
—No existe liberación para ti, mi amor, ni siquiera por medio de la muerte.
Lloré desolado ante aquellas palabras.
—Pero tal vez pueda ayudarte— continuó ella, golpeándose el labio inferior con un dedo, pensativa—. ¿Te gustaría que afloje la cadena para que puedas apoyar los pies, mi amor?
Asentí con la cabeza, desesperado. Ella sonrió con tal malicia, que por un momento pensé que tal vez no hubiera debido aceptar su ofrecimiento. Me besó en la herida del labio con fuerza. Cerré los ojos y apreté los dientes para no gritar. Luego se dirigió a la pared que estaba detrás de mí en busca de algo. Sentí un golpe seco cuando lo colocó debajo de mis pies desnudos que flotaban sobre el objeto. Bajé la cabeza lo más que pude para ver qué era. Cuando mi mente embotada pudo al fin distinguirlo, el cuerpo me comenzó a temblar de terror. Era una madera con cientos de clavos afilados sobresaliendo hacia arriba. Hubiera gritado y suplicado, pero el horror de su plan no me dejaba respirar. Me sentí desfallecer. Antes de que pudiera atinar siquiera a recoger las piernas, ella soltó la cadena de golpe y mis pies se incrustaron en los clavos con la fuerza de la caída.
—¡Strabons! ¡Doctor Strabons!— escuché la voz angustiada de Nora.
Abrí los ojos de golpe. Un sudor frío me corría por las sienes. Tenía la respiración tan agitada que no podía hablar. Lentamente, me di cuenta de que estaba en mi cama. Nora me sostenía por los hombros.
—¿Qué...?— logré articular.
—Estaba gritando— explicó ella—. Nunca escuché un grito tan aterrador en mi vida.
Respiré hondo varias veces para intentar calmarme. Me sequé la transpiración de la frente con la muñeca.
—Está sangrando— dijo Nora al ver mi mano.
Di vuelta la mano y la puse frente a mis ojos. En la desesperación de la pesadilla, había clavado las uñas en las palmas con tal fuerza que las había hecho sangrar.
—Iré por el botiquín— anunció, poniéndose de pie. Al llegar a la puerta de la habitación, se volvió por un momento: —¿Estará bien hasta que vuelva?
Asentí con la cabeza. Ella desapareció por la puerta. No pude contenerme más y rompí en llanto. Hacía mucho que no soñaba con Murna. Como si el horror mismo de los recuerdos de la tortura no fuera suficiente, las pesadillas me traían a la conciencia momentos que mi mente había borrado.
Nora volvió pronto con el botiquín. Se sentó a mi lado sobre la cama y me tomó una de las manos con cuidado. Me limpió las heridas con un algodón con agua oxigenada y me la vendó.
—¿Quiere hablarme de esa pesadilla?— me dijo, mientras me tomaba la otra mano para curarla también.
Negué con la cabeza. Las lágrimas todavía me corrían por el rostro.
—Bueno, si no me lo quiere contar a mí, está bien, pero debe hablar con alguien.
Negué otra vez con la cabeza.
—Si no se desahoga con alguien— sentenció ella—, tendré que contarle a Juliana lo que pasó esta noche, y ella no lo dejará en paz hasta que le saque la verdad.
—¡No!— casi le grité— ¡Te lo prohíbo!— exclamé, tomándola de las muñecas con fuerza.