—No señorita, no es un número de Roma— expliqué a la operadora—, es un número de Firenze.
Tuvimos varios malentendidos entre su italiano y mi español, y al fin pude comunicarme con Florencia.
—Pronto— escuché del otro lado de la línea.
—¿Bruno?— pregunté, creyendo reconocer la voz.
—¡Doctor!— exclamó Bruno del otro lado—. ¿Desde dónde me llama?
—No de muy lejos: estoy en Roma.
—¡Roma!— exclamó Bruno, para quién, como para todo italiano, todo era motivo de exclamación.
—Necesito verte— dije.
—¿Un trabajo?
—Eso me temo. ¿Dónde podemos vernos?
—¿Quiere que vaya a Roma?
—No, tal vez sería mejor que nos viéramos en Florencia.
—La Cúpula de Brunelleschi, entonces.
—¿Cuándo?
—¿Mañana a las nueve le viene bien?
—Perfecto, te veré ahí— respondí y colgué.
El teléfono volvió a sonar casi al instante. Me apresuré a contestar, pensando que Juliana o Mercuccio tendrían alguna noticia de Luigi. Era la recepcionista del hotel. Nora había llamado y me pedía que me comunicara con ella a la brevedad. ¿Sería posible que Hermes...? ¿Cómo podía estar en tantos lugares al mismo tiempo? No, yo estaba paranoico, no podía ser...
Antes de que mi imaginación siguiera volando con todo tipo de preocupaciones, tomé el teléfono y llamé a casa.
—Doctor— comenzó Nora excusándose—, sé que odia ser molestado, pero creí que esto podía ser importante, aunque para mí no tiene ningún sentido.
—Prosigue.
—Llegó ayer un telegrama muy extraño dirigido a usted.
—Léelo.
—Él quiere su libra de carne— leyó Nora—, y está firmado con las iniciales L.C.
—Gracias, Nora. Has hecho muy bien en llamarme.
—Me alegro de serle útil.
—¿Todo bien en la casa?
—Perfecto.
—Bien, debo irme.
—Adiós— saludó ella. Volví el auricular a su lugar, y escribí en un papel lo que ella me había dicho para visualizarlo mejor.
—Él quiere su libra de carne— murmuré una y otra vez sin comprender. Estaba claro que las iniciales L.C. pertenecían a Luigi Cerbara, pero aquella frase era desconcertante...
Juliana y Mercuccio entraron en la habitación, los rostros amargados y cansados.
—No encontramos nada— suspiró Juliana, dejándose caer en un sillón.