Muy temprano a la mañana siguiente, me dirigí a la estación y tomé el tren que iba de Roma a Florencia. Tenía una cita a las nueve y no podía ser impuntual. La estación de Florencia estaba a pocas cuadras de la catedral, la más bella de las iglesias a mi ver. Frente a la fachada de exquisitos detalles tallados en mármol blanco, verde y rosa, se encontraba el bautisterio con aquellas increíbles puertas que uno no podía dejar de detenerse a mirar, las puertas que Miguel Angel había encontrado dignas del Paraíso.
Del lado izquierdo de la fachada de la catedral, oficialmente Santa María del Fiore, pude apreciar anonadado, el campanario de más de ochenta metros de altura, que había sido basado en el diseño de Giotto. Exhibía en su parte inferior bajo relieves hexagonales esculpidos por los mejores.
Y desde luego, ya desde afuera podía ver mi destino: la grandiosa "cupola" de ladrillo rojo, la obra más grande de Brunelleschi.
Eché una mirada en derredor: el lugar estaba atestado de turistas y yo era uno más de ellos. Reacomodé la espada debajo de mi sobretodo, y sin perder más el tiempo, entré por la puerta derecha de la catedral, y caminé por la nave hasta llegar a una pequeña ventanilla donde se podía adquirir el permiso para subir. A continuación, encontré sin dificultad la puertecilla que daba paso a la angosta escalera que me llevaría hasta la cima de la cúpula, e inicié el ascenso de 463 escalones. En los descansos, había ventanitas a través de las cuales se podían apreciar distintas vistas de la ciudad. Las puertas que llevaban al interior para ver los frescos estaban cerradas, puesto que los frescos estaban siendo restaurados; aquello no me desilusionó en absoluto, ya que igualmente yo no poseía el tiempo para detenerme a verlos de cerca. Seguí subiendo; a pesar de mi buena condición física, tuve que detenerme varias veces a respirar un poco. La única luz que inundaba tenuemente los pasillos era la que entraba por las estrechas ventanitas. Los peldaños de la escalera, si bien no estaban húmedos, eran muy angostos y había que pisar con mucho cuidado. No había baranda, lo que me obligaba a apoyarme en una pared, grasienta de tantas manos que la habían tocado.
Cuando ya había subido tres cuartos de los 45 metros de la cúpula, decidí que la próxima vez cambiaría mi lugar de encuentro con Bruno. Aunque aquel era perfecto: era muy difícil que alguien pudiera vigilarnos, ya que el lugar era pequeño y nadie podía esconderse en la cima, además estábamos en un punto muy alto. Podría decirse que en vez de Florencia vigilarnos a nosotros, nosotros la vigilábamos a ella.
Cuando llegué a la cima, Bruno ya estaba allí esperándome, pero hice de cuenta que no lo conocía, pues había una pareja de turistas japoneses sacando fotos.
Mientras esperaba que los orientales bajaran, eché un vistazo a la ciudad con sus deliciosos y pintorescos techos anaranjados. A mi izquierda, el Arno corría suave y silencioso, destilando una tranquilidad imposible de encontrar en Roma. El Ponte Vecchio estaba desierto y las joyerías cerradas, así que las palomas, permanentes habitantes de los recovecos del puente, se movían a su antojo por el empedrado.
—¿Un viaje sin problemas?— preguntó Bruno ni bien se fueron los japoneses.
—Podría decirse— respondí.
—¿De qué se trata?— preguntó Bruno, yendo al grano.
—De encontrar a un hombre... es decir, de encontrar a alguien que está persiguiendo a un hombre.
—¿No es lo mismo?
—Como lo entiendo, no. Mi hombre ha logrado escapar de su perseguidor y se ha refugiado en Venecia.
—Venecia...— murmuró Bruno— un maldito laberinto.
—Un excelente lugar para esconderse.
—Y para ser encontrado y asesinado sin que nadie se entere— terminó Bruno—. ¿Cómo se llama su hombre?
—Luigi Cerbara.
—El periodista amigo de su damita— asintió—. ¿Quién lo busca?
—Su nombre es Hermes, pero no existe para este mundo. No creo que haya información sobre él en ninguna base de datos. Tengo una foto— dije, sacando un sobre de un bolsillo interno del sobretodo.