Al llegar abajo, noté que todo estaba normal y me dirigí directamente a ver a Prella. Tomé el camino hacia la Piazza della Signora, crucé por una calle lateral bordeando el museo Uffizi y llegué a la parte de atrás. Encontré una puerta agrietada y sucia que conducía a una vivienda precaria y vieja que parecía caerse de a pedazos.
Toqué un par de veces, y la puerta chirrió al abrirse, mostrando un rostro barbudo y desconfiado:
—Se ha equivocado— dijo el viejo—, la entrada al Uffizi es del otro lado. Aquí es la parte de restauraciones y está prohibido el paso a los turistas.
—No soy turista— dije—, pero tal vez me haya equivocado. Traigo un trabajo para el señor Prella.
—No hay nadie aquí con ese nombre.
—¿Está usted seguro? Me lo recomendó Bruno, y espero que no se haya equivocado, porque entonces, una fuerte suma de dinero que pensaba pagar por este trabajo irá a parar a otro bolsillo.
El rostro del viejo se animó un poco, no sé si por la mención de Bruno o por la del dinero.
—Pase un momento, tal vez sí haya un empleado con ese nombre después de todo— dijo el hombre, abriendo más la puerta para dejarme pasar.
Era un pasillo de paredes amocosadas, conducía a una habitación oscura que parecía ser cocina y dormitorio al mismo tiempo.
—Siéntese— invitó el anciano, señalando una silla de madera despintada—. ¿Qué es lo que quiere?
—¿Es usted Prella?
—¿Le parece a usted esta una dependencia del Uffizi?
—Francamente, no. Pero le ruego responda a mi pregunta, no tengo tiempo para jugar a las adivinanzas.
—¡Ah! ¡Un hombre ocupado!
—Ciertamente— dije—, y uno que pierde la paciencia fácilmente.
—Pues bien, sí soy Prella. ¿Qué lo trae aquí? Después de todo, esa fue mi primera pregunta, que tampoco fue contestada: yo también soy un hombre con poco tiempo.
—Al grano entonces: necesito que construya una cúpula de vitrales— dije, abriendo ante él el diseño que había armado con los símbolos encontrados en las tumbas milenarias en Irlanda.
El viejo la tomó entre sus manos y la llevó bajo una lámpara:
—¿Qué clase de diseño es éste? Nunca había visto algo así.
—¿Puede hacerlo?— le dije, ignorando su pregunta.
—Puede hacerse— asintió con un gruñido—, siempre y cuando usted pueda pagarlo.
—No hay problema por eso.
—No lo sé...— dudó—. Necesitaría hacer unos cálculos primero, y ver qué materiales utilizar.
Saqué un grueso fajo de billetes y los dejé sobre la mesa.
—Esto es para pagar sus cálculos, le depositaré el resto en su cuenta bancaria, a medida que vea el avance de su trabajo.
Prella hizo un esfuerzo por no inmutarse al ver el dinero, pero sus ojillos brillaron de codicia satisfecha.
—¿A dónde he de construir esto?