Tomé el tren hacia Venecia. Llegado a la ferrovia, crucé el puente Rialto: el gran canal bullía de una actividad incesante, con sus lanchas cargadas transitando las aguas, y con los gondoleros ofreciendo paseos con serenata. Un espectáculo singular, único en el mundo.
Caminando por innumerables calles, estrechas y anchas, llegué a la zona donde el tránsito ya no fluye, y donde los canales dejan escapar olores nauseabundos de sus aguas contaminadas. Los tendederos estaban llenos en un día que prometía ser de sol. Pronto me encontré frente al hotel en el cual había reservado una habitación. Era un hotel de segunda, o más bien de tercera o cuarta a juzgar por la espantosa fachada. Aún cuando el frente mostraba una pared derruida y musgosa a causa de los cimientos sumergidos en el agua, aspecto típico de las construcciones en Venecia, al entrar en la recepción, pude ver, aliviado, que el interior era bastante diferente al exterior. Del techo, colgaban unas hermosas arañas de cristal Murano, las paredes estaban cubiertas de un exquisito papel tapiz, y el piso de granito estaba cubierto en el centro por una alfombra roja de gran distinción.
—Buenos días— dije al conserje que estaba detrás de un mostrador de madera lustrada.
—Buenos días, señor— contestó él en español.
—Tengo una reservación aquí— dije, extendiéndole mi pasaporte. El empleado lo abrió y constató mi nombre en un grueso libro que descansaba en el mostrador.
—Todo está en orden— dijo al instante, levantando la vista del libro y devolviéndome mi pasaporte—. Su habitación es la 345. ¿Lo puedo ayudar con su equipaje?
—No gracias, no traigo ninguno.
El recepcionista me miró, desconcertado.
—Es que salí muy apurado, pero estaré por poco tiempo.
—Deje que tome su abrigo, entonces— ofreció el conserje.
—El abrigo se queda conmigo— dije, un tanto brusco.
—Claro, por supuesto— dijo el hombre, contrariado—. Tiene suerte de haber conseguido hospedaje— dijo, cambiando de tema.
—¿Por qué lo dice? ¿Entramos en alta temporada?
—¡Oh no!— replicó él, que parecía ansioso por contarme la razón de su comentario—. Pero todos los mejores hoteles, y hasta los más pequeños como el nuestro, están desbordando por la gran fiesta de bienvenida que se dará al doctor Strabons a Venecia. Ha venido la aristocracia de todas partes. Pensé que usted había venido para la fiesta.
—No— dije—, ¿pero quién es ese señor por quien se ha armado tanto alboroto?
—Es un doctor... en arqueología. Pero es mundialmente famoso, y muy rico además, ¿cómo es que usted no lo conoce?
—Debe disculparme, es que soy un hombre de muy poco mundo.
—¡Oh, no se preocupe!— exclamó él, y acercándose a mi oído para hablar en voz baja, murmuró: —Yo tampoco había oído su nombre antes, pero para no quedar mal hay que pretender haberlo conocido desde siempre.
—¿Quedar mal? ¿Ante quién?
—La alta sociedad.
—Entiendo. ¿Dice usted que es arqueólogo?
—Efectivamente.
—¿Y a qué ha venido a Venecia? ¿Acaso piensa excavar los canales?