El sobre contenía un papel con un breve mensaje: Tengo noticias de Antonio. Altar de oro de San Marco. B.
Al llegar a la Piazza San Marco, pasé la arcada, y me encontré con la iglesia y sus caballos espléndidos en el frontis.
No perdí el tiempo, entré por la galería principal y comencé a tantear todas las puertas, hasta que encontré una abierta en un pasillo lateral. Penetré en silencio. Los mosaicos dorados que cubrían casi todo el techo y las paredes con sus figuras divinas, destellaron ante mis ojos a la luz de unas velas que estaban en el altar.
Subí por un costado y pasé a la parte de atrás, donde estaba el sepulcro de San Marcos y el altar original de la iglesia, obra exquisita hecha en oro y piedras preciosas.
Junto a una de las columnas torneadas que estaban a los costados del sepulcro, había un monje con hábito negro; estaba de rodillas, rezando.
Al oír mis pasos, el monje levantó lentamente la cabeza y me miró con detenimiento:
—¿Cómo está, doctor?— dijo.
—Bien, Bruno, gracias. ¿Cómo ha ido todo?— dije, arrodillándome a su lado.
—Cerbara está en Venecia, tal como usted dijo.
—¿Dónde?
—Camino a Madrid con mi mejor hombre. Estará a salvo con Taro, se lo aseguro.
—¿Algo de nuestro Shylock?
—Un comerciante entró hace tres días a Venecia.
—¿Uno al que nadie conoce?
—Sí, pero veo que está usted más enterado que yo.
—¿Qué más tienes de él?
—Bastante poco: se hace llamar Carlos Orán del Valle, se hospeda en el hotel Canaleto, y por la mañana, se dirige a cierta dirección en uno de los canales que dan a la laguna.
—Bruno, mi trampa ha funcionado, y tenemos que movernos rápido. El tal Carlos Orán del Valle está en la fiesta que Mercuccio y Juliana organizaron, pero estimo que saldrá de ella en dos horas, y me propongo atraparlo, pues estoy casi seguro de que tiene algo que ver con Hermes.
—¡Ah! la gran fiesta veneciana. Debí imaginar que había sido obra suya.
—No del todo mía. Más bien es obra de mi querido Mercuccio y de la bella Juliana.
—Sí, es una chica inteligente y bien conectada.
—Así parece. Quiero que te encargues de Orán del Valle. Solo llévalo a un lugar discreto y llámame. Yo me encargaré de interrogarlo
—No se preocupe por eso. Le avisaré cuando lo tenga.
—Gracias. Y Bruno... nada de tortura ni coerción, solo reténlo hasta que yo llegue.
Bruno asintió.
—No se preocupe, no soy un torturador ni un asesino, solo soy un detective.
Dos horas más tarde, Orán del Valle abandonaba la fiesta después del anuncio de Juliana, y Bruno entraba en acción.
La mayoría de la gente siguió comiendo y bebiendo sin preocuparse de que yo no llegaría esa noche. Esta situación mantuvo muy ocupados a Mercuccio y a Juliana toda la noche.