Siempre me había atraído España, más por el rastro de cultura árabe que se levantaba impasible e intrincado, que por la herencia española, debo admitir. Pero, en fin, allí estábamos. Taro nos aguardaba, efectivamente, en la sala de espera del aeropuerto. Era un hombre que tenía todo el aspecto de un cavernícola hosco e impenetrable. Su rostro no reflejaba la inteligencia que hubiera cabido esperar en un rostro humano, sino una brutalidad de orígenes ancestrales y remotos. Apenas sonrió al saludarnos.
—¿Luigi está bien?— le preguntó Juliana.
—Sí, y ansioso de verla, señorita— respondió Taro, su voz sonaba amable y no coincidía para nada con su aspecto.
Taro nos guió hasta el área de taxis. Enseguida me di cuenta de que los cuatro no íbamos a entrar en un solo auto.
—Juliana, ¿por qué no vas con Taro en un auto? Mercuccio y yo iremos en otro.
Juliana asintió. Taro me dio la dirección a la que debíamos dirigirnos, y se despidió con apenas una inclinación de cabeza, metiéndose en el taxi con Juliana.
Mercuccio y yo tuvimos una espera de más de quince minutos hasta que conseguimos otro taxi. El conductor manejó con serenidad de piedra por las atestadas calles de Madrid. Varias veces estuvimos detenidos por largos ratos en embotellamientos de tráfico, pero el conductor nunca se inmutó.
Llegamos a un barrio pobre, de casas descascaradas, con balcones de hierro oxidado y plantas amarillentas y descuidadas, que colgaban lánguidas, cuales brazos caídos y marchitos.
El conductor detuvo el auto en una de las callejuelas y bajamos.
—Espera— le pedí a Mercuccio, metiéndome en un callejón desierto.
Apoyé el bolso que llevaba colgado del hombro en el suelo, y lo abrí, sacando la espada envainada. Me saqué el sobretodo y se lo di a Mercuccio para que lo sostuviera, mientras me colocaba el tahalí.
—¿Cómo hizo para poder pasar con eso por la seguridad del aeropuerto?— me preguntó Mercuccio intrigado, al tiempo que me devolvía el sobretodo para que me lo pusiera y así poder esconder el arma de ojos curiosos.
—Sobornos— dije, encogiéndome de hombros—. Casi cualquiera mirará para otro lado si se le ofrece la adecuada cantidad de dinero.
Caminamos por unos pasillos estrechos, con cielo de tendederos atiborrados de desgastadas prendas, lo cual me hizo recordar por un momento a Venecia, aunque el brillante sol y la falta de aquella humedad pastosa llena de malos olores, anunciaba claramente que ya no estábamos en la ciudad de las góndolas.
Llegamos a un estrecho pasillo que daba a una casucha olvidada en medio de intrincadas callejuelas.
—Algo está mal— le dije a Mercuccio al ver el bulto en el suelo a la izquierda, bloqueando el largo pasillo.
Al acercarnos, pude ver que se trataba de un cuerpo humano encogido contra la pared. Me agaché para verlo mejor: Taro. Tenía la garganta cercenada, la sangre chorreaba fresca por el cuello.
—Está muerto— murmuré.
—¡Juliana!— exclamó Mercuccio, corriendo hacia la puerta al final del pasillo.
Corrí tras él y lo detuve.
—Detrás de mí— le dije, tironeándolo hacia atrás.
Desenvainé la espada y avancé, con Mercuccio siguiéndome de cerca. Abrí la puerta de una patada y entré con la espada en alto, el corazón desbocado y una furia de fuego invadiéndome las entrañas. Si Hermes le había hecho algo...