A Luigi no le había gustado nada la idea de que yo fuera a caballo y ellos en bicicleta, pero él no tenía experiencia montando, y yo no había cedido a ir en bicicleta con ellos. No les prohibía seguirme hasta Dun Aengus, pero no pensaba viajar en un medio más lento cuando podía ir más rápido. Tenía que llegar cuanto antes al sitio, la vida de Juliana dependía de eso.
Contaba con que Mercuccio se las arreglaría de alguna forma para retrasar a Luigi aun más. No podía enfrentarme a Hermes y cuidarlos a ellos al mismo tiempo.
El caballo no tuvo inconvenientes en llegar hasta el sitio mismo, al borde del mar. Al llegar, desmonté y crucé las líneas concéntricas de pared que formaban las ruinas del fuerte. Los increíbles acantilados eran de una belleza imponente, pero yo solo lograba verlos como un inmenso paredón de fusilamiento. Soplaba un viento frío que helaba la sangre, como augurando una muerte cercana.
Al alcanzar casi el borde del acantilado, lo vi. Estaba solo, mirando el sol esconderse en el mar hacia el oeste. El viento volaba su sobretodo abierto.
—¿Dónde está Juliana?— le pregunté desde atrás, manteniendo una cierta distancia.
Él se volvió, simulando sorpresa.
—¿No es hermosa la puesta de sol en el mar?— me dijo.
—Podemos discutir sobre puestas de sol o sobre lo que quieras, después de que me digas dónde está Juliana— le dije con los dientes apretados.
—¿Dónde están tus amigos?— me preguntó él, mirando en derredor.
—No están invitados a la fiesta— respondí.
—Una lástima, ya sabes que una fiesta se vuelve más animada con más gente— dijo él con una sonrisa perversa en los labios.
—Llegué en menos de un día como estipulaste— dije—. Cumple tu parte, déjame verla.
—Por supuesto, soy un hombre de palabra.
Hermes chasqueó los dedos y gritó:
—¡Tráela!
Detrás de una de las ruinosas paredes de roca, surgieron dos figuras. Me costaba reconocerlas a contra sol. Alcé una mano hasta mi frente, cubriendo el resplandor del sol para verlos mejor. Suspiré con alivio al ver que era Juliana y alguien que la empujaba desde atrás. Parecía estar bien físicamente, pero su rostro mostraba que estaba asustada de muerte. Tenía las manos atadas a la espalda, y una cinta tapando su boca. Le sonreí, tratando de tranquilizarla.
—Todo va a estar bien— le dije, haciendo un esfuerzo para que no notara que mi voz temblaba.
Ella asintió levemente, con lágrimas en los ojos. Vi que la persona que la venía empujando desde atrás, la tenía encañonada con una pistola. Se desplazó hacia un costado de ella y lo reconocí. Quedé paralizado por la sorpresa.
—¿Bruno?— dije, incrédulo—. ¡Bruno! ¿Qué estás haciendo?
—Ayudando a que se haga justicia— respondió él con frialdad, mientras sostenía la pistola apuntando a la cabeza de Juliana con una mano, y el Manuscrito de los Orígenes con la otra.
—¿Justicia? ¿De qué estás hablando?
—Lo sé todo.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir? Eres un hombre bueno, ¿qué pudo moverte a aliarte a este criminal?
—Ajusticiar al verdadero criminal— respondió él.