Levanté la vista de mi taza de té cuando Mercuccio entró en el comedor.
—¿Los conseguiste?— pregunté, ansioso.
—Los cinco, sí— confirmó él, apoyando dos bolsas sobre la mesa—. Dos copias de cada uno.
Me puse de pie y rodeé la mesa para llegar hasta las bolsas. Abrí una y saqué los libros. Sentí mariposas en el estómago. Aquellos eran los libros que había leído decenas de veces hasta casi memorizarlos. Aquellos eran los libros que había atesorado aun con el riesgo de ser castigado. Los libros que me habían abierto la mente, que me habían mostrado la verdad. Una verdad que me había llevado a profundos conflictos y angustia, pero que finalmente me había ayudado a concebir la liberación de la culpa inculcada por veinte largos años.
Separé el primer libro, acariciando la tapa por unos momentos. Luego se lo extendí a Mercuccio.
—Envuelve éste. Esta noche iremos a ver a Walter.
Mercuccio asintió, tomando el libro.
—Doctor— me llamó Nora desde la puerta que daba a la cocina.
Les había pedido que siguieran llamándome doctor Strabons por un tiempo más. Debía seguir personificando al nieto de Strabons hasta que Miguel cruzara el portal, solo unos meses más.
—¿Qué pasa Nora?
—Prella quiere hacerle una consulta.
—Iré enseguida. Antes tengo que hablar con Juliana. ¿Sabes si ya llegó?
—Está con Luigi en la biblioteca. Están discutiendo otra vez sobre el mapa. Si siguen así, creo que habrá que agregar “mapas antiguos” a las causas de divorcio— suspiró.
—No te preocupes, no dejaré que esos dos se separen por el mapa, ni por ninguna otra cosa— le aseguré.
—Pero el jinete está del otro lado— escuché decir a Luigi al entrar a la biblioteca—. Eso tiene que significar algo importante.
—Pero el centro del mapa marca Jerusalén, eso es lo más importante en este mapa: el Mediolanun— señaló ella.
Los dos estaban inclinados sobre el cajón abierto de la mesa, observando el mapa de Alric. Del otro lado de la enorme mesa, estaba la pequeña mesita de té que Luigi había comprado en un mercado de antigüedades para Juliana. Ella la había visto en el mercado mientras caminaba con él una mañana, y se había enamorado de ella de inmediato. Luigi no había titubeado en comprársela. Haría cualquier cosa por ella, la adoraba más que a su propia vida. Juliana había decidido ponerla en la biblioteca de la casa de Nora en vez de en su propia casa, porque decía que pasaba muchas horas allí, y así tendría más oportunidad de disfrutarla y de recordar el gesto de Luigi al comprársela. Aquel gesto romántico había sido oscurecido por las frecuentes discusiones sobre el mapa de Alric, y ahora solo era un mero mueble sin valor que sostenía una bandeja con dos tazas de té servidas que se enfriaban sin remedio porque sus dueños estaban demasiado ocupados enfrascados en una agresiva discusión.
—Creí que habían hecho una tregua hasta terminar de traducir el Manuscrito— dije suavemente desde la puerta.
—¡Dígaselo a ella!— exclamó Luigi con los brazos en alto.
—¡Yo no soy la persona terca que se niega a reconocer lo obvio!— gritó ella.
—¡Basta los dos!— exclamé con las manos en alto—. Si este mapa es causa de discordia entre ustedes dos, lo quemaré.
—Vamos, no haría eso— dijo Juliana con sorna.
—Pregúntale a Nora si no lo haría. No es la primera vez que he llevado material valioso al patio y lo he quemado— le respondí, desafiante.
Juliana no respondió. Había visto muchas veces el manchón negro de césped chamuscado en el patio y sabía que no mentía. Nora le había contado como en un arranque de locura había quemado todos los libros que había acumulado durante años investigando el diseño de la cúpula. Había sido un momento oscuro de mi vida, donde, avasallado por la angustia y la desesperanza, me hubiera arrojado al fuego junto con los libros de no ser por Mercuccio que me lo impidió, tirándome bruscamente al suelo. Las cosas habían cambiado con la llegada de Juliana.