El día se acercaba a pasos agigantados, el paso se abriría y se cerraría, enviando a Miguel a su mayor aventura, para la cual tal vez no estaba preparado. ¿Qué más daba? Todo aquello ya había acontecido una vez, mi trabajo era propiciar una réplica de lo que ya había sucedido. Parecía bastante simple, pero no lo era tanto: ¿Qué palabras había pronunciado exactamente el profesor Strabons en aquella ocasión? ¿Qué gestos había hecho?
Por unos días, comencé a torturar mi memoria para recordar los detalles más ínfimos, las miradas, y hasta los escondidos pensamientos de aquel momento tan lejano en mi vida. Hubo ocasiones en que me detuve frente al espejo por horas, tratando y tratando de que aquel rostro hablara y mirara exactamente como lo recordaba mi mente de adolescente...
Pero había otra cosa que me preocupaba, que me oprimía el corazón cada día más, y era que cada hora que pasaba, era una hora menos para hacer algo para salvar a Dana. Tenía que encontrar la manera de violar la exactitud de la réplica. Tenía que advertir a Miguel, advertirme a mí mismo, para que no dejara morir a Dana. Y si lo hacía, ¿se enteraría Humberto y lo impediría? No lo había visto más desde que me amenazó en la biblioteca. Tal vez estaba esperando a que yo hiciera un movimiento en falso, tal vez me tenía vigilado, y yo no lo sabía. Tal vez estaba en las sombras, acechando, listo para detenerme si le decía algo indebido a Miguel, si contaminaba su memoria con hechos del futuro.
Y entonces, se me ocurrió una idea brillante. Si le daba la advertencia por escrito, justo antes de que se abriera el portal, Humberto no tendría tiempo para detenerme.
Aquella idea secreta fue creciendo día a día, y con ella, atesoraba en mi corazón la esperanza de poder devolverle la vida a Dana. Trataba de no pensar en ello demasiado, pues temía que se traslucieran mis verdaderas intenciones. Temía que aquella violación, que aun no lo era de hecho, fuera descubierta, y yo, castigado por aquella osadía, la osadía de jugar a dios.
Y la idea que había tenido solo esencia abstracta, comenzó a tener método, desarrollo, instrumentos: ¿no le había dado el profesor Strabons a Miguel unas hojas impresas con fragmentos del Manuscrito?
Como un ladrón que planea en la oscuridad remota de su escondrijo la forma de entrar y escapar del depósito de oro y joyas más grande imaginado, llevando consigo el tesoro preciado sin ser descubierto, así comencé yo a maquinar la forma y las palabras de una última página, que, con estilo disfrazado, parecería una parte más del Manuscrito, pero que estaría destinada a burlar al destino, a romper la profecía, a desvanecer los hechos como si nunca hubieran sido más que sueños insubstanciales.
Y Dana viviría. Aunque la paradoja me matara, aunque yo no pudiera estar con ella, ni ver ya sus dorados cabellos, ni sentir su perfume de hierbas frescas, ni escuchar su risa feliz, ni embelesarme en el mar de sus ojos azules, ella viviría. Y a pesar de que el estar separados sería lo mismo que estar muertos, al menos podría consolarme con la idea de que mi última acción le daría a sus ojos la luz que nunca debieron perder.
Y ya lo había resuelto: lo arriesgaría todo por el todo, puesto que ¿qué era el Círculo sino una cáscara vacía y sin sentido si no tenía a aquella doncella caminando por los prados que se convertirían, después de sus pisadas, en campos del paraíso? Y si el mar no se reflejaba en sus ojos, ¿podía acaso seguir llamándose mar? Toda la existencia, pues, tenía sentido solo ante su presencia, y sin ella, no era más que un simulacro de la realidad, una mala imitación. Ojalá fueran mis palabras lo suficientemente claras para que Dana pudiera significar para Miguel, lo mismo que significaba para mí ahora. Tenía que lograrlo, Dana tenía que vivir, de otra manera ya nada tendría sentido.
Cuando todo estuvo listo, presenté mi renuncia a la cátedra y entré a mi último día de clase: el día definitivo. Traté de dar una clase normal, aunque la ansiedad me consumía las entrañas. Decía frases aprendidas de memoria, como si no fuera más que una grabación de un libro.
—Muchas tradiciones cristianas tienen sus raíces en tradiciones paganas. Muchas de ellas, en tradiciones celtas. Por ejemplo, San Miguel Arcángel es una cristianización del dios celta Lug, el Señor de la Luz, el Sujetador de Demonios— comencé a explicar casi al final de la clase. Paseé la mirada por los alumnos, hasta que hice contacto visual con Miguel. Extendí una mano, señalándolo: —Miguel Cosantor.