La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

PRIMERA PARTE: El Prisionero - CAPÍTULO 8

Ana se acercó nerviosa al prisionero y se arrodilló a su lado. Extendió tentativamente una mano hacia su rostro.

—Voy a sacarle la mordaza— le dijo, para que el prisionero no pensara que ella tenía intenciones de lastimarlo.

El hombre asintió levemente. Ella le bajó el trapo hasta el cuello con cuidado, dejando libre su boca. Luego llenó el vaso con agua y se lo acercó a los labios para que bebiera. El prisionero bebió ansioso hasta la última gota.

—Gracias— murmuró con la voz apenas audible.

—¿Más?— ofreció Ana.

—Sí, por favor.

Ana volvió a llenar el vaso y se lo dio a beber. Notó que cada vez que él la miraba, la miraba siempre a los ojos. Ni una vez le había clavado la vista en el escote, como era normal con todos los otros hombres con los que se había cruzado antes.

—¿Cómo te llamas?— le preguntó el prisionero.

Ana abrió la boca para contestar, pero lo pensó mejor y volvió a cerrarla. Tal vez no era prudente que aquel hombre supiera su nombre. Él era un prisionero, y un prisionero especial. Quién sabe qué intenciones tenía el Supremo para con él y para todos los que se relacionaran con él. Ana sabía que bajo tortura, cualquiera podía llegar a decir cosas que no eran ciertas, confesiones que los torturadores querían escuchar. No era conveniente que su nombre apareciera en una de esas confesiones. Ana no tenía miedo de meterse en problemas por ayudar a la gente de Cryma, por curar a los enfermos, ayudar a sanar a los heridos, pero para este extraño, no había ayuda posible, se había condenado solo al desafiar al Supremo.

—Yo soy Lug— ofreció el prisionero, al ver que ella no iba a revelar su identidad.

—¿Y me lo dice así como así?— explotó ella.

Él la miró confundido, sin comprender por qué a ella le enojaba la revelación de su nombre.

—Es mi nombre— dijo él.

—Un nombre que va a lograr que lo maten— le respondió ella.

—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Inventarme otro nombre?

—Eso sería inteligente.

—Yo soy Lug— insistió el prisionero—. Nada ni nadie puede cambiar quién soy, ni siquiera yo. No me avergüenza mi nombre, mi nombre me define, me describe, no voy a cambiarlo o fingir que no soy el que soy.

—Si valorara su vida, lo haría.

—Valoro quién soy, no voy a negar mi identidad. Me costó mucho encontrarme a mí mismo, encontrar mi lugar y mi destino, conocer quién soy. El Círculo es mi lugar y Lug es mi nombre, no voy a usar otro, no más.

Ana suspiró. El hombre estaba realmente loco, realmente creía que era Lug. Ana sintió pena por él, la ilusión de que encarnaba a un héroe largamente desaparecido lo iba a llevar a la muerte.

Ana cargó el tenedor con un poco de estofado y se lo acercó a la boca. El hombre movió la cabeza hacia atrás.

—¿Qué es eso?— preguntó.

—Estofado de conejo— respondió ella.

—No puedo comer eso— dijo él.

Ella se llevó la comida a su propia boca, y saboreó el trozo de conejo para demostrarle que la comida no estaba envenenada.

—Está bueno— dijo ella, después de tragar el trozo de conejo—. Un poco frío, pero bueno.

Cargó otra vez el tenedor y volvió a ofrecérselo. Él apretó los labios.

—Vamos, tiene que comer algo— lo animó ella.

—No como carne— dijo él.

—No hay otra cosa, vamos, coma— insistió ella.

—No, lo lamento, pero no puedo.

Ella dejó caer el tenedor en el plato, exasperada.

—No creo que vayan a alimentarlo muy asiduamente— le advirtió—. Si yo fuera usted, aprovecharía los pocos ofrecimientos de alimento que se me presentan.

—No voy a comer carne— negó él tercamente.

—¿Prefiere morirse de hambre a aceptar comer carne? ¿Por qué?

—No puedo soportar que algo tenga que morir solo para alimentarme.

—Es solo un conejo, no es como si le estuviera dando a comer carne humana.




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