La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

PRIMERA PARTE: El Prisionero - CAPÍTULO 9

Lo había arruinado todo. Había tenido una oportunidad invaluable y la había desperdiciado miserablemente. Aquella muchacha había demostrado una fuerza de espíritu y una inteligencia que habían encendido en él la llama de la esperanza. Aun sin el uso de su habilidad, se había dado cuenta de que aquella chica no tenía el cerebro aletargado como los sacerdotes. No, aquella mujer había sobrevivido a la manipulación y al miedo ejercidos por el Supremo, y tenía las agallas suficientes para poder ayudarlo a salir de ahí. Pero había jugado mal sus cartas y la había ofendido rechazando su comida. Lug se lamentaba por haber sido tan estúpido. Sabía que no podía razonar con los guardias apostados del otro lado de la puerta, pero sí hubiera podido razonar con aquella muchacha.

Su espíritu indomable le recordaba de cierta forma a Juliana, quién había sido su ayudante y su amiga en el otro mundo, el mundo donde había pasado diez años esperando para regresar al Círculo. Y ahora que había regresado a terminar con su misión, moriría ejecutado por haber revelado su identidad a la gente equivocada. Pero no podía negar quién era, el Señor de la Luz no había vuelto para ocultarse. Tenía que lograr que le creyeran para poder guiarlos hacia la Luz, para eso había venido. ¿Qué sentido tenía negar su nombre?

La primera vez que había llegado al Círculo, todos parecían saber que él era Lug, excepto él mismo. Todos lo habían aceptado como líder, y esperaban guía y consejo de él, aunque él mismo no podía aceptarse ni reconocerse a sí mismo. Ahora, él había aceptado su identidad y había regresado para terminar su misión, mientras que el resto del Círculo no lo reconocía ni le creía. Lug suspiró ante la amarga ironía.

Lug no sabía exactamente cuántas horas habían pasado, solo sabía que le dolían los brazos por tenerlos tanto tiempo encadenados hacia arriba, y el dolor de cabeza no había menguado demasiado tampoco. En la oscura celda sin ventanas, tampoco podía saber si era de noche o de día.

Después del encuentro con aquella muchacha que le había traído agua y comida, los guardias habían olvidado llevarse la antorcha, así que al menos tuvo luz por un tiempo hasta que la antorcha se consumió por completo. Durante aquellas horas con luz, Lug se dedicó a estudiar la extraña madera roja con la que su celda estaba recubierta. Observó detenidamente cada veta, cada nudo, era lo único que tenía para mirar. Algo había de familiar en aquella madera, incluso el olor que despedía le era vagamente conocido. Árboles rojos. ¡Árboles rojos! ¡Por supuesto! Sabía dónde había visto antes esos árboles. Ahora lo recordaba. Aquella celda estaba recubierta con madera de balmorales. Los balmorales eran árboles que solo crecían en el corazón del bosque de Medionemeton y tenían la propiedad de anular los efectos de cualquier habilidad especial que los Antiguos tuvieran el poder de usar. Era por eso que las mitríades se habían refugiado en ese bosque, buscando protección contra sus nefastos enemigos. Era por eso también que Lug no había podido percibir los patrones de los sacerdotes o de la muchacha, la madera de balmoral estaba inhibiendo su habilidad. Aquel descubrimiento le provocó cierto alivio, pues significaba que la pérdida de su habilidad no era permanente. Solo tenía que lograr salir de esa celda y podría defenderse, podría escapar.

Que aquellos sacerdotes se hubieran tomado el trabajo de construir aquella celda especial solo podía significar dos cosas: que la tenían en caso de que alguno de sus amigos ex-Antiguos apareciera a confrontarlos, o que sabían que él volvería y habían construido este lugar para retenerlo y volverlo inofensivo. Lug pensaba que la segunda opción era más plausible. Ellos habían estado esperándolo y él había caído justo en su trampa. Ahora la pregunta era, ¿cuánto tiempo pensaban tenerlo aquí encerrado, y qué iban a hacer con él? La respuesta obvia era que iban a matarlo, pero entonces, ¿por qué no lo habían hecho todavía?

Lug escuchó el sonido de la cerradura de su celda abriéndose. Su corazón saltó esperanzado en su pecho al ver que era la muchacha con la bandeja de comida. Una segunda oportunidad. Esperaba no arruinarla esta vez. La chica cambió la antorcha extinguida por una nueva y apoyó la bandeja en el piso. Miró por sobre el hombro, y cuando estuvo segura de que la puerta de la celda estaba cerrada detrás de ella, se arrodilló junto a él.

Él abrió la boca para disculparse por cómo la había tratado antes, para decirle que estaba agradecido por lo que ella había hecho, para contarle que estaba feliz de volver a verla, para pedirle que le diera otra oportunidad. Ella le ganó de mano:

—Lamento haberme comportado como una chiquilla caprichosa antes— dijo, hundiendo la cuchara en un cuenco y acercándosela a los labios—. Sopa de vegetales— explicó—. No tiene ni un gramo de carne, lo juro. La preparé yo misma, y todavía está caliente.




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