La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

PRIMERA PARTE: El Prisionero - CAPÍTULO 20

Lug extendió su plato vacío para que Ana le sirviera más arroz con vegetales. Estaba hambriento. Ana revolvió un poco más la olla que estaba apoyada sobre dos rocas que rodeaban un pequeño fuego, y le sirvió una porción abundante.

Aunque todavía le dolía un poco la cabeza y el cuello, al menos el ardor y la erupción habían desaparecido por completo de su piel. Ana y Colib le habían sacado sus ropas sucias y ensangrentadas para lavarlas, y lo habían vestido con ropas que Colib le había prestado.

Después de tres platos de arroz, Lug se declaró satisfecho. Ana sonrió al verlo comer con tan buen apetito, y le ofreció una manzana mientras Colib iba a lavar los enseres al arroyo.

—Gracias, Valiente Ana— dijo Lug, tomando la manzana. Sus palabras de agradecimiento se referían a algo más que la manzana.

—De nada, Loco Lug— sonrió ella.

El rió ante el apodo.

—De todos los nombres con los que me han llamado, tal vez ese sea el más conveniente. Tendré que agregarlo a la lista— dijo él, siguiendo la broma.

—Si usted está loco, creo que Colib y yo también lo estamos por seguirlo— comentó ella.

—Puede ser— admitió él—. Somos un trío de locos— sonrió, arrojando las semillas de la manzana al fuego.

Lug se la quedó mirando un momento a la luz del fuego. Estaba anocheciendo. Pronto, la luz de aquel fuego sería lo único que les permitiría ver algo en la oscura noche sin luna. Los ojos verdes de ella brillaban serenos, reflejando las llamas. Libre de la angustia de su cautiverio, Lug se permitió observar a Ana con detenimiento por primera vez. Ana no era solo inteligente y valiente, Ana era bellísima. Su cabello rojo y largo enmarcaba un rostro pálido y delicado. Su piel era suave y perfecta.  Tenía puesto un vestido azul con lazos negros que le cruzaban el pecho hasta su pequeña cintura. El corte del escote revelaba sus pechos bien formados. Sus curvas femeninas y su postura no eran las de una campesina vulgar. Aquella muchacha parecía una princesa escapada de su palacio para vivir aventuras en el bosque:  Lady Ana. Sí, Lady Ana, la Valiente.

 Lug volvió la mirada a su rostro y frunció el ceño.

—¿Qué?— saltó Ana hacia atrás al ver que él se inclinaba hacia ella.

Lug extendió su mano y corrió el cabello del rostro de ella, exponiendo el moretón de la mejilla. Ella ladeó la cabeza, escapando de su mano.

—¿Quién fue? ¿El Supremo?— inquirió él.

Ella asintió en silencio.

—¿Fue por mi culpa? ¿Te atrapó hurgando en su habitación?

Ella no contestó, la mirada clavada en el fuego.

—Ana...— la llamó él dulcemente.

Ella volvió la mirada hacia él con los ojos nublados por las lágrimas.

—Cuéntame— le pidió él.

—No quiero hablar de eso.

—Entiendo— dijo él—. Yo también he pasado por momentos terribles en mi vida, de los que nunca hablé con nadie. Es demasiado doloroso el siquiera recordarlos.

—¿Peor que estar encadenado en una celda? ¿Peor que ser llevado a la horca y estar convencido de que iba a morir?— preguntó ella.

—Mucho peor— dijo él—. Llegué a un estado tal de desesperación que la horca hubiera sido una bendición para mí. Por eso entiendo si no quieres hablar del asunto, Ana, pero quiero que sepas que yo conozco a fondo lo que es el sufrimiento, lo que es el dolor del cuerpo y el dolor del alma. Si alguna vez quieres hablar, aquí estoy para escucharte.

Ella asintió en silencio.

—Gracias— dijo—, gracias por no obligarme a recordarlo.

—Ana, sé que el dolor del alma no puede ser curado de la noche a la mañana, pero el dolor del cuerpo no tiene por qué seguir recordándote lo que pasó. Si me dejas, puedo ayudarte— dijo Lug, extendiendo nuevamente su mano hacia ella.

Ella lo miró sin comprender a qué se refería, pero esta vez dejó que él le pasara la mano por la mejilla.

—Cierra los ojos— le pidió él, apoyando sus dos manos a los lados de la cabeza de ella. Ella obedeció—. Abre tu mente hacia mí, déjame entrar, déjame sanarte.

El cuerpo tenso de ella comenzó a relajarse, al tiempo que sentía una inmensa serenidad que la invadía, una serenidad que emanaba de la mente de él.




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