La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

SEGUNDA PARTE: El Fugitivo - CAPÍTULO 30

El unicornio dio unas pataditas en el suelo, resopló e inició un galope incierto. Se dirigía por un camino que llevaba a las afueras de Polaros. Kelor los seguía de cerca. De pronto, el animal se detuvo, desconcertado, en el medio del valle. Zenir escrutó el horizonte.

            —Aquella arboleda— ordenó de pronto. El animal se puso nuevamente en movimiento.

            Pronto llegaron a un grupo de altos árboles, una probable prolongación del bosque de los Sueños. Zenir hizo detener un momento a Luar y aguzó el oído. Silencio absoluto. Nada. Todo lo que pudo escuchar fue la respiración agitada de su unicornio. Escuchó un momento más y luego desmontó lentamente. Nada. Ni pájaros ni insectos. Eso no era buena señal. Zenir comenzó a sospechar una emboscada.

            Entonces, hubo un gran estruendo, como un trueno que venía de todas partes al mismo tiempo, y luego, extraños destellos de varios colores que se movían sin forma definida.

            —Tetras— murmuró Zenir, cayendo de rodillas al suelo.

            Zenir cerró los ojos y rogó en silencio por su vida. Sobrevivir dos encuentros con tetras en el mismo día estaba fuera de toda probabilidad. Abrió los ojos y levantó la vista hacia los destellos, dispuesto a morir honorablemente. Lo único que lamentaba era no poder ayudar a Akir. Pero los destellos, al moverse, producían una música delicada, simple y suave, que no llamaba a la muerte sino que invitaba a la vida. Y Zenir se quedó un momento embelesado, escuchando, y su corazón olvidó todo nefasto pensamiento.

            Y de pronto, aquella música pareció decirle algo, como un mensaje contenido en aquellas dulces notas. Zenir prestó más atención:

            —No temas— podía entender—. Lo que buscas está en las sierras.

            Aquellas palabras de música se repitieron varias veces, y luego se formó un círculo dorado y todo terminó. Zenir, que había estado en una especie de éxtasis, volvió a la realidad. Se puso de pie, y montando a Luar, partió rápidamente hacia el sur, hacia las sierras de Rijovik.

            Casi por instinto, encontró una especie de cueva en una ladera y se llegó hasta ella. Cuando estuvo a escasos cinco metros, escuchó unos gemidos que provenían del interior.

            —Malditos— murmuró Zenir, desmontando y corriendo hacia el lugar.

            Akir se revolvía en el suelo, lanzando lastimeros quejidos. Zenir se acercó:

            —Calma muchacho, te ayudaré.

            —¿Quién...?

            —Shshsh, tranquilo.

            Zenir lo tomó por debajo de los brazos y lo arrastró lentamente hacia afuera para poder examinarlo con la claridad de la tarde. Al llevarlo, notó que su pecho estaba húmedo y adivinó varias heridas sangrantes. Por fin, llegaron al exterior, y Zenir lo acostó suavemente sobre el césped.

            —Querían saber sobre usted— dijo el joven, haciendo un notable esfuerzo para hablar—, pero... no les dije... no les dije nada— sonrió. Estaba pálido.

            —Lo sé. Sin duda tienes un coraje admirable— lo tranquilizó Zenir mientras le quitaba la camisa ensangrentada.

            Contó seis heridas de puñal y eran muy profundas. El muchacho había perdido ya mucha sangre.

            —Usted es un Sanador, ¿no es así?— preguntó el joven con un hilo de voz, apenas si podía respirar.

            —Shshsh, luego hablaremos. Ahora solo calla y respira todo lo profundo que puedas— indicó Zenir.

            El muchacho obedeció, y Zenir apoyó sus manos sobre las heridas. Pudo sentir el latir desesperado del corazón y el fluir del río de sangre. Se concentró, y su mente recorrió una a una las arterias y venas que llevaban el precioso jugo vital. Pasó sus manos suavemente por el pecho del joven y detuvo la sangría. Luego cerró una a una las heridas. Akir hacía un denodado esfuerzo por mantenerse consciente ante el dolor ardiente que le provocaba la curación de Zenir.




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