La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

SEGUNDA PARTE: El Fugitivo - CAPÍTULO 64

El principio del viaje fue placentero y hasta entretenido. La angustia que había envuelto a Frido cuando escapó de Polaros, dejando a Akir a cargo de su adorada posada, estaba lejos en el tiempo y no lo agobiaba ya. Además, la excitación de una misión (para él que siempre había actuado en los puestos más aburridos) le daba una energía inusitada sin la cual nunca hubiera llegado siquiera a la primera parada: Estia.

            Estia era una ciudad abandonada hacía muchos años. La verdad es que realizar la primera escala allí, le causaba cierta inquietud. No porque estuviese abandonada, no, eso le tenía sin cuidado, sino porque cierto mercader que había llegado a su vieja posada en los días previos al Concilio, había dicho venir de allí, y el maldito había resultado ser Hermes, uno de los más peligrosos enemigos (sin contar a Bress, claro).

            La escolta de Neryok era bastante seria, pero después de unos kilómetros, Ruwald, que entre todas sus cualidades tenía la de cantante, comenzó a entonar unas cancioncillas muy divertidas y pegadizas en las que los demás no tardaron en seguirlo.

            Una contaba la historia de un caballero que pretendía a una doncella. El problema era que ella no estaba enamorada de él y lo echaba de su alféizar cada vez que lo veía treparse para cantarle serenatas. Le arrojaba las cosas más inverosímiles, asquerosas y peligrosas, pero el caballero seguía firme en su propósito. Sucedió que la doncella un día, cansada ya de aventar toda clase de objetos desde la ventana, cedió y lo dejó entrar. Le advirtió que ella era una bruja y que si la besaba quedaría embarazado. Esta argucia no detuvo al caballero, quien la besó con pasión. Por la noche, ella puso unas drogas en su vino y lo durmió. Mientras dormía, infló su vientre con aire y cuando el caballero despertó y se vio a sí mismo, huyó despavorido del susto. La canción seguía con otros detalles, muy poco decorosos, de lo que le sucedió al caballero luego, lo cual causó grandes risotadas entre los soldados.

            Ciertamente, el viaje fue muy alegre mientras todavía los rodeaba el magnífico verde de la continuación norte de los montes Noínu, pero cuando comenzó el desierto, ni canciones ni bromas pudieron levantarles el ánimo. Al principio, Frido creyó que el agotador desierto influía en los ánimos de la partida con su monótona esterilidad, pero pronto comenzó a pensar que había algo malo en esa región, algo muy malo. Recordó las historias de Zenir y Calpar que mencionaban algo llamado Wonur. Eso, más la cercanía de Estia y el recuerdo de Hermes, lo inquietaron aun más y lo invadió un miedo inexplicable.

            —Ruwald— comenzó Frido con la voz temblorosa— ¿Tú lo sientes?

            —Desde luego, Frido— contestó Ruwald— Todos lo sentimos, pero no debes preocuparte. Es solo una sensación— explicó. Contradiciendo sus palabras, Frido lo vio un tanto nervioso ante su pregunta.

            —¿Estás seguro?— dudó el tabernero.

            —No es la primera vez que viajo al norte—respondió él— y te aseguro que esto pasa todas las veces.

            —¿Y no nos atacará?— insistió el otro.

            —Desde la guerra de los Antiguos, no se ha metido con nosotros. Solo intenta asustarnos. No dejes que tu propio miedo se convierta en tu perdición.

            —Seré fuerte.

            —No lo dudo, siempre lo has sido.

            Los soldados de la escolta nunca dijeron una palabra acerca de lo que sentían, pero Frido pudo ver en sus ojos el alivio ante las palabras de Ruwald.

            Más tarde, Frido se enteraría de que Wonur sí había atacado después de la guerra de los Antiguos y que el viaje nunca había sido seguro, pero lo cierto es que aquella cosa, fuera lo que fuera, nunca los dañó físicamente.

            Al llegar a Estia era de noche y soplaba un viento frío. Los restos de casas derruidas les sirvieron de refugio. Ruwald dio órdenes de armar unas tiendas, aprovechando los muros que aun quedaban en pie y durmieron. Frido, toda la noche, pero Ruwald mantuvo a sus hombres de guardia por turnos, y siempre eran más los que estaban despiertos que los que descansaban.




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