La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

TERCERA PARTE: El Sujetador de Demonios - CAPÍTULO 86

Lug vio a una mujer de espaldas a él. Era alta y esbelta, llevaba un vestido blanco largo hasta los tobillos, ajustado en el torso y la cintura y con la falda amplia. El cabello era del color de la miel, y se veía sedoso y brilloso con amplias hondas que caían sobre su espalda unos veinte centímetros por debajo de sus hombros. Estaba en una especie de cueva que parecía haber sido horadada en la roca para convertirse en una vivienda. Había huecos redondos por donde entraba la luz del sol. Aquellas ventanas improvisadas le quitaban todo el aspecto lúgubre, normal en una cueva. Las paredes habían sido alisadas y talladas con formas delicadas. Algunas formas parecían solo adornos, pero otras semejaban estantes o asientos en la roca. Había una saliente rocosa que había sido pulida hasta asemejar una mesa. Sobre ella había unos candelabros con velas gastadas. Cerca de los huecos de las ventanas, había macetas colgantes con enormes y verdes helechos que daban vida al lugar. Hacia la izquierda, los estantes tallados contenían enseres de cocina y numerosos frascos, pero hacia la derecha, todas las estanterías contenían libros. Miles y miles de libros. La mujer de blanco estaba mirando los libros. Lug pudo ver que había túneles que seguramente llevaban a otras habitaciones en la cueva.

—¿Marga?

Lug escuchó el nombre salir de sus labios, pero él no lo había pronunciado. Aquella ni siquiera era su voz.

La mujer se dio vuelta de pronto y sonrió ampliamente al verlo. Su rostro era hermoso, el más hermoso que jamás hubiera visto. Su tez era blanca y de delicadas líneas, sus ojos brillaban vivaces y felices. Lug intentó acercarse a ella, pero sus piernas no se movieron. Levantó una mano para tocarla, pero su cuerpo no le obedeció. Era como si estuviera clavado, de pie en la entrada de la cueva. Era desconcertante, estaba allí, podía ver lo que lo rodeaba, podía oler el papel envejecido de los libros, podía inclusive escuchar el cantar de los pájaros en el exterior, pero no podía tomar acción alguna. No podía caminar o moverse, no podía hablar… Tenía a su madre frente a sí, tenía tantas cosas que decirle y no podía articular palabra. La impotencia lo puso furioso. Se sintió luchar por moverse, dando órdenes desesperadas a su cerebro para que hablara, para que articulara algún sonido. Nada. Solo había podido producir su nombre, y en realidad no había sido él el que lo había dicho.

Lug siguió peleando y peleando con todo su ser. La imagen comenzó a borronearse, a desvanecerse. ¡No! ¡No! ¡No! Gritó dentro de su cerebro, la respiración agitada, el sudor corriéndole por la frente… Y de pronto comprendió: aquello era un recuerdo, un recuerdo de Cormac. Él no tenía forma de alterarlo, de participar en él. La voz que había dicho el nombre de su madre era la de Cormac, los ojos que miraban a aquella mujer eran los ojos de Cormac. Él era solo un observador dentro de su cuerpo, no podía cambiar nada, solo podía percibir las cosas tal como habían sucedido, tal como la mente de Cormac las había guardado. Desolado, comprendió que su papel era pasivo, invisible, oculto. Ella no podía verlo, ella estaba viendo a Cormac.

—¡Cori!— exclamó Marga con una sonrisa, abriendo sus brazos y corriendo hacia él.

Lug sintió sus brazos alzarse para contenerla en un abrazo fraternal. La tela del vestido era suave y su cabello olía a jazmín. Hizo fuerza con los brazos para mantenerla abrazada, pero los brazos no eran los suyos y no le obedecieron. Sintió sus brazos cayendo a los costados de su cuerpo. Una lágrima corrió por su mejilla. Ella no notó la lágrima. Por supuesto, no era Cormac el que estaba llorando.

—Cori— dijo ella entusiasmada—, está listo. Al lo terminó esta mañana.

—Marga, ¿en qué andan ustedes dos?— escuchó la voz de Cormac.

—El mapa, Cori— explicó ella, y sin dar tiempo a Cormac a que respondiera, se dio vuelta y llamó por la entrada de uno de los túneles que llevaban a las profundidades de la cueva: —¡Al! Cori ya llegó, ven a mostrarle el mapa.

Un hombre más bien bajo pero musculoso, con pelo negro, apareció por la boca del túnel con un largo estuche cilíndrico de cuero. Lug sintió una punzada de angustia al recordar que aquel hombre había terminado horriblemente asesinado, con su cuerpo expuesto en un museo, pero también sintió curiosidad por conocer a quien su madre había amado tanto.

La mirada de Cormac se posó en el estuche. Lug quería volver la vista hacia Marga, no quería quitarle los ojos de encima ni por un momento, pero los ojos de Cormac seguían en el estuche y Lug tuvo que conformarse con la visión del estuche.

—¿Qué tengo que ver yo con este asunto?— dijo Cormac.

—Queremos que lo veas— dijo Alric—, que lo recuerdes.

Cormac sacudió la cabeza negativamente.

—Lo que están haciendo es… es más que peligroso… es… es suicida. No sé si quiero ser parte de esto.

—Cori— dijo Marga, acercándose a él y apoyando su mano en el hombro de él—, no te pedimos que lo tengas en tu casa, no te pedimos que lo lleves por el portal, solo te pedimos que lo recuerdes.




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