La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

TERCERA PARTE: El Sujetador de Demonios - CAPÍTULO 103

—¡Abuelo! ¡Despierta!— gritó Akir a Zenir que dormitaba en una parada del viaje de regreso al sur.

            —¿Qué? ¿Qué pasa?— se despertó de golpe el Sanador.

            —¡Mira!— exclamó Akir, señalando con una mano hacia el sur.

            Zenir miró, y por un momento se quedó sin habla, azorado. Un humo negro y denso subía lentamente hacia el cielo y desplegaba sus alas como un funesto presagio.

            —¡Faberland!— articuló Zenir al fin— ¡Se incendia la Cúpula!

            —Trae los unicornios, debemos partir de inmediato.

            —Sí, abuelo.

            Con las capas volando al viento, galoparon a una velocidad vertiginosa. Los unicornios, que parecían comprender la urgencia, ponían todo su esfuerzo y no se quejaban en absoluto. Tan alocada era la carrera que parecía que volaban en vez de cabalgar. Aquellos magníficos animales cruzaban el escarpado terreno como si se deslizaran raudos por encima del aire. Akir miró varias veces hacia las patas de su unicornio como para comprobar que en verdad tocaban el suelo.

            Al acercarse, la Cúpula de la ciudad se pudo percibir con más claridad, y comenzaron a olerse en el aire los gases despedidos por el incendio de materiales desconocidos. Akir pronto comenzó a toser, y Zenir le recomendó que se atara un pañuelo a la nariz. Akir obedeció, y aunque siguió tosiendo un poco, pudo respirar mejor.

            Ya a medio kilómetro, los jinetes observaron con horror las idas y venidas de los ciudadanos de Faberland. Gritaban desesperados. Trataban de huir del fuego, pero el terror que sentían por la intemperie los hacía regresar al fuego, y así corrían en círculos, con la desesperación que nubla el pensamiento de tal forma que hasta impide que tomen el mando los impulsos más básicos como los de supervivencia.

            Hombres y mujeres en llamas que corrían, avivando así las llamas en su cuerpo, y que luego caían, calcinándose con los rostros deformados en gestos imposibles que habían perdido toda cualidad humana. Una mujer con el cabello en llamas corría hacia ningún lugar, protegiendo con los brazos apretados sobre el pecho a un bebé. El fuego alcanzó su rostro, y sus labios deformados en una mueca irrealizable lanzaron un grito que hubiera podido desgarrar la tierra. Sus ojos se derritieron en las órbitas chamuscadas, y aun así, seguía corriendo para salvar a su bebé, con el único instinto que es más fuerte que el de la supervivencia propia: el de la supervivencia de un hijo. Finalmente, la mujer cayó al suelo, y el fuego se extendió indefectiblemente al bebé, consumiéndolo hasta los huesos.

            El alma de Zenir se le comprimió en el pecho, se le hizo un nudo en la garganta, y los ojos sufrieron ese ardor característico que precede a las lágrimas. Azuzó a su unicornio como si fuera posible que el pobre animal pudiera ir más rápido de lo que ya iba. Como si llegar al lugar bastara para detener el fuego, para volver el tiempo atrás y deshacer el daño.

            —¿Qué es aquellla aglomeración?— gritó Akir detrás de su pañuelo.

            —Tropas— respondió Zenir, lacónico.

            —¿Amigas o enemigas?

            —Ambas, o eso parece desde aquí. No tiene ningún sentido, no son soldados, son solo campesinos. ¿Por qué esos campesinos están atacando Faberland? ¡Es una locura!

            —¿Cómo es que simples campesinos destruyeron la Cúpula de esa forma?

            —No lo sé. Nada de esto tiene lógica. Debemos ayudar a los heridos, debemos…— dijo Zenir, abrumado.

            —¿Cómo, abuelo? No podemos meternos en el campo de batalla, nos aniquilarán.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.