La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

TERCERA PARTE: El Sujetador de Demonios - CAPÍTULO 104

El día amaneció soleado pero terriblemente ventoso. La barca estaba lista en la orilla, y el mar estaba particularmente embravecido. No iba a ser fácil guiar la barca con todo aquel viento y las olas azotándolos sin cesar.

            Latimer y otros dos marinos acomodaron a la reina en la barca y la cubrieron con unas mantas. Aunque había dormido tranquilamente en una cama en la casa de Verles toda la noche, el descanso no parecía haber mejorado mucho su condición. Verles había insistido con vehemencia para que comiera algo en el desayuno, pero ella se había negado. Solo Lug pudo convencerla, al recordarle que su misión no estaba terminada y que no podría llevarla a cabo si no se alimentaba.

            Verles escrutó el mar con el ceño fruncido.

            —Deja que mi gente te lleve en un barco más grande— le pidió a Lug una vez más.

            —Verles, ya discutimos esto toda la noche y toda la mañana. Ya conoces mi respuesta— le respondió Lug con voz cansada.

            Verles torció la boca en un gesto de desaprobación, pero no insistió. Hurgó en su bolsillo y sacó la brújula.

            —Llévala, la necesitarás— se la ofreció a Lug.

            —No te preocupes— le dijo Lug, negando con la cabeza—, Wonur no dejará que me pierda. Estaré bien siguiendo la posición del sol.

            Verles suspiró y volvió a guardar la brújula en su bolsillo.

            —¿Por qué no permites que te ayude?— protestó.

            —Ya me has ayudado en todo lo que necesitaba— le respondió Lug, extendiéndole la mano.

            Verles la estrechó y luego lo abrazó con fuerza.

            —Ten cuidado— le murmuró al oído.

            —Siempre— respondió Lug con una sonrisa.

            Lug subió a la barca y tomó los remos, mientras la gente de Verles empujaba el casco para desencallarlo de la arena. Lug entrecerró los ojos, tratando de resguardarlos de la arena que volaba con el viento. Suspiró, la adversidad del clima no significaba nada al lado de lo que tendría que enfrentar cuando llegaran a la isla.

Lug saludó a los pescadores con la mano y comenzó a remar. Después de un tiempo, el viento, que al principio había sido un obstáculo, se convirtió en un aliado, empujándolos a destino. Lug aprovechó para desplegar la pequeña vela y así descansar de los remos.

            La reina perdía y recobraba la conciencia de a ratos, siempre silenciosa, envuelta en las mantas.

            Lug se acomodó la capa para protegerse mejor del viento y apoyó la cabeza sobre el mástil de madera, cerrando los ojos por un momento, abrumado.

            —¿Se encuentra bien?— preguntó la reina desde su lecho de mantas. Eran las primeras palabras que había pronunciado desde que partieran.

            —Bien— respondió Lug, abriendo los ojos—. ¿Usted?

            —Viva, todavía— dijo la reina.

            Lug asintió con la cabeza.

            —Esa capa es hermosa, ¿quién se la dio?

            Lug no sentía deseos de hablar, pero la reina parecía dispuesta a tratar de entretenerlo, tratar de ocupar su mente con trivialidades para levantarle el ánimo.

            —Mi madre— respondió él, rememorando su rostro hermoso y feliz en el recuerdo de Cormac—. Todo me lo dejó ella: la capa, la túnica, el cinto, incluso la espada especialmente forjada para mí.




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