La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

TERCERA PARTE: El Sujetador de Demonios - CAPÍTULO 115

Demoraron unas seis horas más en llegar a tierra firme. Los marinos anclaron en un área profunda, a un kilómetro y medio de la costa, y comenzaron a preparar las barcas para el desembarco.

            —Hay algo en la playa— dijo Lug con el catalejo sobre el ojo—. No distingo qué es.

            —¿Tropas?— inquirió Verles.

            —No lo parecen— respondió Lug, pasándole el catalejo. Verles lo tomó y se lo apoyó en el ojo.

            —Parecen postes, mástiles de barcos, clavados en la arena— murmuró Verles.

            —¿Y qué significa eso?— preguntó Ana desde atrás.

            Lug y Verles negaron con la cabeza y se encogieron de hombros.

            —La primera barca está lista, señor— anunció un marino a Verles.

            Verles asintió, grave.

            —Vamos— dijo el rey de Hariak.

            Lug, Ana, Colib y Randall lo siguieron. Pronto abordaron la barca, junto con siete marinos más. La idea de Lug era bajar a explorar primero con el pequeño grupo de la barca, y si todo estaba bien, harían señas a los demás para que se les sumaran. La gente de Verles no había estado muy contenta con esta táctica, pero Verles los convenció de que Lug sabía lo que hacía y debían obedecerle.

            El horror comenzó al desembarcar. El olor era insoportable, y la mera visión del macabro espectáculo hizo que Ana se apartara del grupo para arrodillarse en la arena a vomitar. Randall corrió hacia ella y le sostuvo la roja cabellera.

            —Por la inmensidad del mar...— murmuró Verles con la voz temblorosa.

            Lug solo permaneció en silencio con los puños apretados.

            Los postes plantados en la arena que habían distinguido desde el barco habían sido erigidos con el propósito de colgar los cuerpos de pescadores. Había veinte en total. Los cuerpos estaban tan descompuestos que no se podía saber si habían muerto por sofocación al estar colgados de los postes o si ya estaban muertos cuando habían sido colgados. El zumbar de los insectos que pululaban alrededor de los postes y los repugnantes gusanos arrastrándose lentamente, entrando y saliendo de las cavidades de los cuerpos fueron demasiado para el estómago de Colib que comenzó con arcadas y fue a vomitar junto a Ana. Verles bajó la vista, horrorizado al ver que un ave negra arrancaba un ojo de uno de los cadáveres.

            Lug trató de serenarse ante la monstruosa escena y se acercó a uno de los postes.

            —Ana— la llamó—, ven acá.

            Randall le lanzó una mirada desaprobadora, negando con la cabeza, pero Ana hizo un esfuerzo por recomponerse, se puso de pie, y se acercó a Lug con una mano sosteniendo su estómago, y la otra sobre la boca y la nariz.

            —¿Qué te parece esto?— le preguntó Lug, señalando uno de los brazos desnudos del cadáver. El tono sereno, clínico y desapasionado sorprendió a todos, pero Lug solo trataba de ocultar emociones tan fuertes que hubieran podido liberar una furia destructiva capaz de hacer explotar toda la isla.

            Ana trató de apartar de su mente la repugnancia para concentrarse en lo que Lug le señalaba. Sus instintos de Sanadora finalmente prevalecieron y pudo entender a qué se refería Lug.

            —No es descomposición— declaró con seguridad—. Parecen pústulas causadas por alguna enfermedad.

            —¿Conoces esta enfermedad? ¿La has visto antes?




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