La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

TERCERA PARTE: El Sujetador de Demonios - CAPÍTULO 127

El eco de las voces lo despertó de inmediato. Saltó de su cama y tomó su espada de la silla donde descansaba, luego dio unos pasos hasta colocarse en el centro exacto de la enorme cámara. Giró despacio, espada en mano, con los ojos cerrados, escuchando. Dio otro giro para estar seguro, recorriendo las cinco negras bocas de los túneles que daban a la cámara que era su morada. Sí, venían por el túnel del sur. Eso significaba que no eran montañeses perdidos buscando refugio. No se podía llegar a la entrada sur por accidente. Mal asunto.

Con la espada en alto en su mano derecha y una antorcha encendida en la izquierda, Govannon avanzó por el túnel sur. Enseguida supo que los intrusos estaban aun cerca de la entrada; tenía tiempo de llegar hasta la antecámara gris. Apuró el paso y llegó antes que ellos. Calzó la antorcha en uno de los soportes de la pared y se escondió en un nicho horadado en la roca a la derecha del túnel para emboscarlos.

Lo primero que vio fue un enorme vientre asomando por el túnel, envuelto en una capa verde. Saltó de su escondite y apoyó la espada en el cuello del regordete hombre. Allí vio que eran tres. Los otros dos, aun refugiados en la oscuridad del túnel, llevaron las manos a sus espadas.

—Un movimiento, solo un movimiento y su amigo se muere— amenazó Govannon.

Las manos quedaron congeladas sobre las empuñaduras de las espadas.

—Govannon, amigo, soy yo, Verles— se presentó Verles con la voz temblorosa y tratando de no moverse bajo la amenaza de la afilada hoja apoyada en su cuello.

—No debiste venir aquí, y no somos amigos— le respondió Govannon fríamente.

Escondido en las sombras junto a Lug, Althem suspiró, irritado. Sabía que el estúpido plan de Verles no iba a funcionar. Govannon no había bromeado cuando les había advertido que no se acercaran a su morada. Seguramente, Govannon ya había dado la alarma y su gente no tardaría en aparecer para defenderlo. Se arrepintió de no haber seguido sus instintos, trayendo una fuerte escolta armada con ellos. Pero Lug se había opuesto rotundamente. Una escolta armada solo hubiera gritado intenciones hostiles, y no debían hacer que Govannon se sintiera amenazado si querían conseguir su ayuda. Ahora era tarde.

—Gov, viejo, por favor, escúchame, solo dame un momento para explicarte, por favor, es importante. ¿Crees que habríamos desafiado tus órdenes si no fuera un asunto de gran urgencia?— rogó Verles.

—Tienes treinta segundos— aceptó Govannon, separando la hoja del cuello de Verles por escasos cinco centímetros.

—Govannon, necesitamos tu ayuda...

—Palabras incorrectas— dijo Govannon irritado, volviendo a apoyar la espada.

—Aun me quedan veinte segundos— protestó Verles.

Govannon lanzó un gruñido y bajó la espada.

—¿Puedo...?— dijo Verles, señalando un bolsillo en su chaleco, debajo de la capa.

Govannon asintió.

—Sin trucos— le advirtió.

Verles sacó lentamente la brújula de su bolsillo, la abrió y se la extendió con una mano temblorosa. Govannon la tomó y la observó de reojo, su atención dividida entre el extraño objeto y la espada apuntando a Verles. Vio la aguja bailoteando por un momento, que luego se detuvo en una posición fija. Frunció el ceño, sacudió el instrumento, lo giró y volvió a observar. La aguja volvió a posicionarse inmutable en el mismo lugar.

—Verás, la aguja es capaz de...— comenzó Verles.

—¡Cállate!— lo cortó Govannon. Había deducido perfectamente lo que hacía la aguja. Lo que lo tenía intrigado era cómo lo hacía.

Govannon contuvo su curiosidad e hizo un esfuerzo por no mostrarse interesado.

—¿A esto viniste? ¿Crees que estoy de humor para juguetes?— le gritó Govannon, apoyando otra vez la hoja de la espada en el cuello de Verles. Con la otra mano, cerró la brújula y se la guardó en el bolsillo del pantalón. La acción no pasó desapercibida a Verles.

—Govannon, amigo...— volvió a intentar—. El aparato es tuyo si nos concedes poder hablar contigo.

—Incorrecto. El aparato ya es mío y esta conversación se acabó.

Govannon volvió a subir la espada, pero de repente se encontró con que no podía acercarla a más de diez centímetros al cuerpo de Verles. Entrecerró los ojos y arrugó el entrecejo, sorprendido. Volvió a intentar. Era como si su mano no le obedeciera, como si su brazo no quisiera acatar la orden de empujar. Trató de llevar la otra mano a la empuñadura, pero su brazo izquierdo tampoco le obedeció. Entonces, intentó dar un paso adelante, pero sintió como si estuviera tratando de atravesar una pared invisible de quinientos kilos de roca sólida. Allí paralizado, sin poder hacer que el cuerpo le respondiera, escuchó que uno de los dos hombres que acompañaban a Verles desenvainaba su espada. En un pestañeo, vio la espada refulgir con la luz de la antorcha, la vio bajar bruscamente y golpear la suya, haciendo que escapara de su inútil mano, escurriéndose por sus dedos paralizados y cayendo al suelo. Luego, la hoja se posó en su cuello.




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