La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

CUARTA PARTE: El Señor de la Luz - CAPÍTULO 132

Con un extraño estruendo que sacudió la tierra, Lug, Ana, Randall, Colib, Althem, Verles y miles de guerreros de Aros y de Hariak aparecieron como por arte de magia, de la nada, en medio de la inmensa planicie que rodeaba la Cúpula de Faberland. Lug levantó su espada y dio la señal para que las tropas lo siguieran. El caótico campo de batalla se extendía a menos de un kilómetro hacia el sur de su posición. Desde lejos, parecía como si todos estuvieran peleando contra todos. No se podía distinguir quiénes eran amigos o enemigos. Peor aun, Lug sabía que no había realmente enemigos, sino simplemente hombres y mujeres que habían sido manipulados para que creyeran que eran enemigos.

Hacia la izquierda, hacia el este, Lug pudo ver la humareda y las terribles llamaradas que emergían de la Cúpula. El olor a quemado era insoportable. Ana trató de taparse la nariz y la boca con un pañuelo para no aspirar los vapores tóxicos que escapaban de la ciudad en llamas. El humo y la tierra que volaba hacían difícil la visión.

Lug sabía que tenía que actuar rápido para evitar que se perdieran más vidas de las que ya se habían perdido en aquella absurda batalla. Con su caballo en pleno galope, con la espada aun en alto, se concentró en el mar. El poder del agua reflejando la Luz lo llenó de serenidad, de paz. Sus ojos desenfocados ya no percibían aquel campo de muerte. Perdido en el mundo de su mente, el Señor de la Luz acumuló el fuego en su vientre, haciendo que la energía subiera hasta su pecho, aumentándola, concentrándola. Sabía que podía hacerlo. Sin la influencia de Wonur, podía liberar a aquella gente, podía cortar el lazo de dominación y mentiras que Math había creado durante tantos años, podía hacerles ver la verdad.

Sofocado por la intensidad del fuego en su pecho, Lug luchó por mantenerse erecto sobre su caballo, acercándose inexorablemente al campo donde miles de personas luchaban y mataban sin saber exactamente por qué. Con dificultad, dio una gran inspiración llenando sus pulmones de aire, y al exhalar, dirigió toda su energía, toda su Luz, a su brazo derecho. La energía de la Luz ampliada por el mar subió por su brazo hasta la mano que empuñaba la espada, y luego subió por la espada, haciéndola brillar con una luz blanca cegadora que escapó como un poderoso rayo, extendiendo una luz blanquecina por toda la planicie. El humo pareció desaparecer por un momento, invadido por aquella extraña luz salvadora.

Desde lejos, los guerreros que estaban en pleno combate sintieron de pronto una sensación de vacío que los invadía. Era la fuerza de la Luz cortando el lazo con la oscuridad, liberándolos. Por un momento, sus armas se detuvieron en pleno ataque, como si de pronto se cuestionaran qué estaban haciendo. Todos aquellos manipulados por Math miraron en derredor confundidos, sin comprender dónde estaban o por qué estaban allí, sin comprender por qué estaban matando a otras personas que ni siquiera conocían, que nunca les habían hecho mal alguno. Desconcertados, solo atinaron a mirar a aquel jinete que se acercaba a toda velocidad. Parecía estar envuelto en una luz blanca y pura que irradiaba serenidad y paz.

Y de pronto, Lug la vio. Estaba en medio de todo aquel horror, peleando por su vida, su inconfundible vestido negro, su larga melena rubia enredada por los movimientos del furioso combate. La visión de aquella mujer le hizo perder la concentración por completo, y la luz blanca que lo rodeaba se apagó de pronto. Dana. En su mente y en su corazón supo que era ella, no había dudas. Estaba viva, era ella. Ahogado por el humo y la ansiedad, intentó gritar su nombre, llamar su atención, pero la voz no le obedeció.

Tal vez su mente lo estaba engañando, tal vez su deseo lo estaba llevando a ver algo que no era real... No, él era el que se había estado engañando, tratando de no ilusionarse porque sabía que no podría soportar volver a ver sus esperanzas rotas. Pero ella estaba ahí, frente a sus ojos, y era real, tan real como la recordaba, tan hermosa y valiente como la imagen de ella que había guardado largamente en su memoria. Dana. Dana vivía y estaba allí, frente a él.

Lug azuzó a su caballo como si el pobre animal no estuviera dando ya todo de sí. Tenía que llegar hasta ella. Por un momento, ya no importaron las vidas perdidas, la sangre derramada, la Cúpula en llamas, solo importaba ella, solo importaba llegar a ella. Como si el destino se burlara de él una vez más, mientras miles de personas abandonaban sus armas y lo observaban fascinados, Dana permanecía concentrada en la lucha y no podía verlo. Le parecía que su caballo se movía excesivamente lento, le parecía que su enloquecido avance era apenas un movimiento en cámara lenta, estirando hasta el infinito el momento de su llegada hasta ella.

En medio de aquella carrera enloquecida por alcanzarla, un pensamiento angustioso le invadió el corazón: ¿Qué tal si ella no quería verlo? ¿Qué tal si después de tanto tiempo, ella no quería saber nada con él? Él le había fallado, la había abandonado, la había dejado morir. Ella estaba en todo su derecho de despreciarlo, de odiarlo. Al menos estaba viva. Aunque no quisiera estar con él, al menos él podía tener el consuelo de que ella estaba viva.




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