La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

CUARTA PARTE: El Señor de la Luz - CAPÍTULO 144

Akir asomó la cabeza por la puerta del consultorio y vio a Ana sentada en una silla. Tenía el rostro cansado y los hombros caídos.

Zenir, Ana y Akir habían trasladado su centro de atención de heridos a un hospital de la Cúpula. Eltsen había organizado a los médicos que había encontrado en la Cúpula y los había enviado a trabajar en dos hospitales cuyas instalaciones aun seguían en pie. Les había dicho que cuando tuvieran un caso que no pudieran resolver, debían enviárselo a Zenir y a Ana. Los médicos se mostraron bastante descreídos de que un extranjero salvaje y una muchachita pudieran salvar a heridos que ellos no podían tratar con su sofisticada tecnología, pero como no se perdía nada enviando casos terminales a las manos de aquellos dudosos sanadores, obedecieron. Cuando vieron a un hombre con el ochenta por ciento de su cuerpo quemado salir caminando sin marcas de quemaduras del consultorio que le habían cedido a Zenir para que pudiera trabajar, cambiaron su opinión respecto de aquellos extranjeros. Ana y Zenir habían trabajado juntos en aquel hombre. El daño era tan extenso y el tiempo que le quedaba de vida era tan escaso que los dos habían puesto todo su esfuerzo en trabajar lo más rápido posible, sanando primero las áreas vitales como los pulmones, el corazón y otros órganos, antes de dedicarse a la piel. Los médicos de la Cúpula habían proporcionado a los sanadores unas drogas para mantener inconsciente al paciente durante todo el procedimiento, el dolor hubiera sido imposible de soportar para el pobre hombre de otra forma.  Los médicos se mostraron inmediatamente interesados por conocer los métodos que Ana y Zenir usaban, pero la llegada incesante de heridos no permitía que tuvieran el tiempo suficiente de ir a observar a estos obradores de milagros. Algunos que pudieron hacerse de un tiempo, sacrificando sus momentos de descanso para presenciar las sanaciones, salieron más intrigados de lo que habían entrado. No podían comprender cómo Zenir podía sanar heridas imposibles solo apoyando sus manos sobre los heridos y cerrando los ojos, aparentemente concentrado en algo que escapaba de las mentes científicas de los médicos de la Cúpula. Para ellos, Zenir era una especie de mago que hacía milagros.

Ana estaba en su descanso cuando Akir se asomó por la puerta. Había atendido al último paciente del día, y había decidido que se tomaría un baño y se iría a dormir unas horas. Zenir podría cubrirla si aparecía algún caso urgente mientras ella dormía.

—Un paciente quiere verte— le dijo Akir.

—Akir, me voy a dormir. Envíalo con Zenir— le respondió ella con voz cansada.

—Dice que se dejará atender solo por ti.

—No tengo fuerza suficiente como para sanar heridas graves en este momento— se disculpó ella.

—No parece herido de gravedad— dijo Akir.

—Entonces, los otros médicos pueden atenderlo— le respondió ella.

—El hombre es de Cryma, dice que no confía en los otros médicos, dice que te conoce a ti y que solo se dejará sanar por ti.

—Akir...

—Es muy insistente, dice que si no eres tú la que lo sana, prefiere dejarse morir.

Ana suspiró.

—Está bien— cedió. Entendía la aprensión que un habitante de Cryma podía sentir al entrar en aquella ciudad tan extraña. Ella misma había hecho un esfuerzo por no sentirse intimidada por aquellas enormes estructuras y esta sala tan blanca con instrumentos extraños que le habían asignado para que atendiera a los heridos. Debía admitir que era más cómoda que la precaria tienda en la que había estado trabajando al principio, pero tanta prístina pulcritud la hacía sentir un poco fuera de lugar, como si su presencia fuera un elemento contaminante para tanta limpieza inmaculada.

Ana se lavó la cara en una pileta plateada que despedía agua por una saliente también plateada solo con poner las manos bajo ella. Se arregló un poco el cabello y le hizo seña a Akir para que hiciera entrar al paciente.

—Estaré con Zenir si me necesitas— le dijo Akir, saliendo en busca del paciente.

Ana asintió.

 

Cuando Ana vio a entrar al paciente, se quedó petrificada. Intentó moverse, pero las piernas no le respondieron. Intentó gritar pero el terror le atenazó la garganta. Su rostro palideció y sintió que se le aflojaban las piernas.

—Hola, Ana, tanto tiempo sin verte— le dijo el paciente.

Ana, que por fin pudo mover las piernas, se tambaleó hacia atrás y se apoyó en una mesa pegada a la pared para no caer.

El hombre levantó una mano y le mostró la muñeca.




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