La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

CUARTA PARTE: El Señor de la Luz - CAPÍTULO 145

Marta sonrió al encontrar la hierba que Ana le había pedido, en medio del bosquecillo al sur de la ciudad devastada. La cortó con cuidado y la guardó en su delantal. No se había sentido así de feliz en años. Ya ni siquiera la angustiaba el haber tenido que abandonar Cryma. Ana le había prometido un lugar para vivir y un trabajo en Aros, que según ella afirmaba, era la ciudad más hermosa de todo el Círculo. Aun teniendo la posibilidad de volver a su pueblo natal, ahora que la Nueva Religión se había disuelto, prefería empezar una vida nueva junto a Ana. Ana le había contado de las inmensas montañas y de las cascadas llenas de arco iris en Aros. Sí, Aros sería el lugar perfecto para recomenzar, especialmente porque podría estar junto a su querida Ana. Observó todas las hierbas que había recogido en su delantal, y con una sonrisa satisfecha, emprendió el camino de regreso hacia la Cúpula destrozada.

Mientras caminaba por el sendero hacia el puesto de guardia, escuchó los cascos de un caballo. Se apartó para dejar pasar a otro de los cientos de carros con personas que volvían lentamente a sus pueblos después de la sangrienta batalla. Todos los carros que había visto iban atiborrados de gente, pero este solo llevaba a un conductor envuelto en un manto marrón de lana y una amplia capucha que le cubría el rostro. El carro parecía llevar algo cubierto por una manta. ¿Una persona herida?

Marta levantó la mano a modo de saludo desde el costado del sendero, pero el encapuchado conductor no respondió. Al verlo más de cerca, Marta pudo distinguir algo que brillaba en su pecho. Era una preciosa gema azul que colgaba de una cadena de plata alrededor de su cuello. Marta había visto esa gema antes: conocía solo a dos posibles personas que llevaban esas gemas, dos personas recientemente unidas en matrimonio.

—¿Randall?— llamó Marta.

El conductor detuvo su caballo, pero no respondió.

—¿Randall? ¿Eres tú?— insistió Marta, acercándose al conductor.

El hombre se volvió lentamente hacia ella y se sacó la capucha. Marta abrió los ojos desmensurados al reconocerlo.

—¿Qué…?— la mente de Marta se movió a toda velocidad, tratando de imaginar por qué aquel maldito tenía la gema de…  Se acercó rápidamente al carro e intentó descorrer la manta.

—¿Ana? ¡Ana!— gritó Marta al verla desvanecida, con la cabeza sangrando.

No alcanzó a hacer ni decir más. Un fuerte golpe en la cabeza apagó su voz para siempre.

—Siempre fuiste una maldita entrometida— gruñó Guilder, aun con la rama en la mano.

Escuchó un gruñido y se volvió hacia el carro, Ana estaba despertando.

Ana entreabrió los ojos, sin comprender dónde estaba o por qué le dolía tanto la cabeza. Tratando de recordar lo que había sucedido, sacudió la cabeza como para despejarse y la intensa punzada de dolor le hizo arrepentirse de haberse movido. Su gemido de dolor se vió cortado de repente por una mano que le cubrió la boca con fuerza.

—No te atrevas…— le gruñó Guilder desde arriba.

Ana abrió los ojos desmesuradamente, los recuerdos volviendo de golpe. Trató de forcejear y descubrió que tenía las manos atadas a la espalda.

—Maldita bruja— bramó Guilder, tomándola con fuerza del cuello hasta que Ana comenzó a dar gemidos ahogados de terror. La tomó con fuerza del cabello y la levantó hasta que Ana pudo ver por encima del carro.

—Mira bien— le advirtió Guilder—. Ésto es lo que les pasa a los que quieren ayudarte.

Ana ahogó un sollozo horrorizado al ver el cuerpo ensangrentado de Marta tirado en el camino.

—Y no creas que tu destino va a ser una muerte tan misericordiosa como ésta. No, tu destino no es la muerte, pero lo que tengo planeado para ti te hará desearla.

Ana forcejeó vehementemente para liberarse de sus ataduras, pero solo logró enfurecer más a Guilder quién le propinó un golpe en la ya herida cabeza y le hizo perder la conciencia una vez más. Guilder rasgó un trozo de la manta que había usado para cubrir el cuerpo de Ana y amordazó a la inconsciente Sanadora.

 Volvió a acomodar la manta para ocultar su cuerpo y se subió al carro una vez más. Azuzó al caballo para alejarse lo antes posible del lugar, antes de que alguien viera a la cocinera tirada a la vera del camino.




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