La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

CUARTA PARTE: El Señor de la Luz - CAPÍTULO 150

Mientras Randall y Zenir discutían, Akir fue hasta el cuerpo de Guilder y arrancó la llave de los grilletes que colgaba de su inerte cuello junto con una gema azul. Luego se acercó a Ana para liberarla. Pero cuando estuvo a un metro de ella, la asustada muchacha dio un grito de terror y se arrastró con dificultad hacia atrás del trono de piedra, buscando refugio.

—Ana, tranquila— murmuró Akir con la voz suave para no asustarla—. Soy yo, Akir, tu hermano. No voy a hacerte daño.

Ana solo respondió con un gemido temeroso, ocultando su cabeza entre las manos.

—¿Qué le pasa?— preguntó Zenir, acercándose con Randall.

—No me reconoce. Está muy asustada— explicó Akir.

—Ana, soy tu abuelo, querida— intentó Zenir—. Todo está bien, ya pasó. Vinimos a sacarte de aquí.

Pero Ana apretó más las manos contra su cabeza, sollozando sin control y tratando de alejarse más.

—Ana…— volvió a llamarla Zenir suavemente, extendiendo una mano para tocarla. Ana dio un grito y se arrastró por el piso, tratando de escapar.

Randall se acercó a ella sin decir palabra y acarició su cabello dulcemente como lo había hecho incontables veces. Ana pareció reconocer el gesto y se dejó consolar por la mano de su esposo sin tratar de escapar, pero cuando Akir quiso tratar de liberar su manos, Ana volvió a gritar, aferrándose a Randall con alma y vida.

—Es Akir, mi amor— le murmuró Randall—. Es tu hermano. Solo está tratando de liberarte de los grilletes.

Pero Ana enterró el rostro en el pecho de Randall, llorando y gimiendo. Randall extendió la mano hacia Akir y éste le dio la llave. Muy lentamente, con mucho cuidado, Randall liberó a Ana de los grilletes en las muñecas y del collar de hierro. Luego la tomó en sus brazos y la alzó del piso. Ella seguía sollozando, pero se dejó alzar por Randall.

—Salgamos de aquí— dijo Randall.

Los demás asintieron.

 

Mientras caminaban en silencio, con los rostros sombríos hacia el campamento oculto en el bosque, Zenir intentó varias veces hablarle a su nieta, pero Ana no le respondió. Al llegar al campamento, Akir se apresuró a extender unas mantas en el suelo, y Randall la depositó sobre ellas con infinito cuidado. Ana temblaba como una hoja y solo se tranquilizó un poco cuando Randall se recostó junto a ella y la abrazó.

—Ana…— volvió a itentar Zenir—. Estás lastimada, déjame sanarte…

Ella se acurrucó contra Randall sin responder. Zenir suspiró.

—¿Qué te hizo ese maldito para que no puedas siquiera reconocernos?— murmuró Zenir para sí—. ¿Qué tortura indecible pudo provocar que tu mente se haya fugado y no pueda aceptar nuestros cuidados, nuestro cariño?

—Dale tiempo, abuelo— trató de consolarlo Akir.

Zenir asintió en silencio.

—Traje agua— anunció Colib que venía del arroyo—, y leña— completó, dejando caer unos troncos en el suelo.

El sonido sordo de los troncos golpeando la tierra sobresaltó a Ana, que gimió desconsolada. Randall le besó la cabeza:

—Todo está bien, mi amor. No voy a dejar que nada te pase.

—Lo siento— se disculpó Colib, mordiéndose el labio inferior—, no quise…

Nadie le respondió. Colib le pasó el odre con el agua a Randall, con el rostro preocupado, y luego se puso a prender el fuego para cocinar.

Con infinito cuidado, Randall acercó el odre a los labios de Ana, quien bebió con dificultad. Luego, Randall sacó un pañuelo de su bolsillo, lo mojó con agua y comenzó a limpiar las heridas de Ana con delicadeza. Ella se dejó hacer sin decir palabra.

Colib la observó de reojo. Le parecía que aquella no era la misma mujer que había urdido un plan perfecto para salvar a Lug de los sacerdotes. No era tampoco la misma Ana que había sanado a Lug de la herida mortal que le había infligido Math con su propia espada. ¿Dónde estaba la Ana que se había enfrentado a Althem, a Diame, a Verles, a Wonur, al mundo entero? ¿Qué clase de ignominia había sufrido para que destruyera de esa manera su personalidad valiente y arrojada, para convertirla en una mera piltrafa humana?

Mientras Randall lavaba las heridas de Ana, Colib y Akir se dedicaron a preparar una suculenta comida. El olor delicioso del caldero despertó hasta la curiosidad de la vapuleada Ana, quien echaba furtivas miradas silenciosas a la fogata. Cuando estuvo listo, Colib sirvió el estofado en cuencos y los repartió. Randall tomó el de Ana, y con una sonrisa, vio que ella hacía un esfuerzo para incorporarse, su mirada fija en el cuenco. La ayudó, sosteniéndole la espalda con una mano, y la acomodó en posición sentada contra una roca. Luego, le dio de comer en la boca, soplando cada cucharada para enfriarla. A pesar de su mirada perdida y su silencio, Ana pareció aceptar de buen grado la comida.




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