LAYLA
Respiré hondo antes de regresar a la fiesta con Chase, aún tratando de asimilar la noticia de tener una hermana. Todo me resultaba confuso y extraño. Al volver, traté de aparentar normalidad, pero no pude evitar notar las miradas preocupadas de Esther y de mi hermano. Sabían que algo no estaba bien. Cuando la fiesta finalmente terminó, me despedí de todos con una sonrisa forzada y subí a mi habitación. El tiempo parecía haberse detenido allí; todo seguía igual que cuando me fui, como si mis años de ausencia no hubieran alterado nada.
Al abrir la puerta, me envolvió una sensación de incomodidad. Las paredes, pintadas de un rosa pastel, me parecía ahora completamente ajenas. Ese color, que alguna vez había elegido con entusiasmo, ahora me resultaba casi insoportable, chillante y fuera de lugar, como si representara una versión de mí que ya no existía. La cama seguía cubierta con la colcha de flores que había amado de adolescente, y las estanterías aún exhibían los trofeos y recuerdos de una vida que parecía pertenecer a toda persona.
Me acerqué a la cama y coloque una de mis maletas encima. La abrí y comencé a sacar lo que realmente necesitaba: los medicamentos. Un frasco de antidepresivos y las pastillas para dormir mis dedos juguetearon con las etiquetas, recordándome lo lejos que estaba de esa chica que alguna vez vivió en esta habitación rosa.
Guardé el resto de mis cosas y me senté en el borde de la cama, recordando los últimos tres años que pasé internada en la clínica después de varios episodios suicidas. Durante ese tiempo, mi cuerpo se desmoronaba, perdiendo peso de manera rápida, trece kilos menos de lo que solía pesar. Cada día en ese lugar era una lucha que no parecía tener fin.
La clínica se sentía como una prisión. Me mantenían ocupada entre terapias, actividades recreativas y reuniones grupales, todo mientras los antidepresivos nublaban mi mente. Era un lugar frío, donde las paredes me resultaban más familiares que las personas que me rodeaban. Al principio, creí que las visitas estaban prohibidas. Quizás era una forma de hacernos entender que debíamos mejorar antes de ver a nuestras familias. Pero no pasó mucho tiempo antes de darme cuenta de que no era así. A otros pacientes los visitaban de vez en cuando, escuchaban a sus familias desde sus habitaciones. A mí, en cambio, nadie vino a verme.
La soledad y el sistema se convirtieron en mis compañeros más fieles. La habitación de la clínica era mí mundo, y la pared a la que fijaba mi mirada parecía ser el único testigo de mi dolor. Y ahora, estaba aquí, en casa... o al menos, eso era lo que todos querían hacerme creer.
Solté un profundo suspiro, cerrando los ojos mientras me acurrucaba en posición fetal, abrazando mis piernas con fuerza. La sensación de arrepentimiento me envolvía. Regresar aquí había sido un error.
Con manos temblorosas, alargué el brazo y tomé el frasco de pastillas para dormir. Sin pensarlo dos veces, saqué dos y las tragué rápidamente. Quería desaparecer, desconectarme del peso que me oprimía. Este regreso solo había reavivado heridas que pensaba cicatrizadas, trayendo de vuelta recuerdos que me negaba a revivir.
El efecto de las pastillas no tardó en hacerme sentir más ligera, como si poco a poco me hundiera en un letargo que adormecía mis pensamientos. Mis párpados se hicieron pesados, y la lucha por mantenerme despierta era inútil.
Mientras el sueño se acercaba, las imágenes del pasado comenzaron a deslizarse en mi mente, como sombras que no podía controlar. Las caras de aquellos que una vez estuvieron tan cerca de mí —mis amigos, mi familia, y, sobre todo, él— desfilaban una tras otra. La mezcla de recuerdos felices y dolorosos se entrelazaba en una maraña que me estrujaba el corazón.
Las lágrimas comenzaron a acumularse en mis ojos, pero no tenía la energía para detenerlas. Eran lágrimas silenciosas, sin fuerza, que rodaban por mis mejillas mientras caía lentamente en la oscuridad del sueño. Tal vez, pensé, al menos en mis sueños podría encontrar algo de paz.
A la mañana siguiente me levanté sintiendo el cuerpo pesado, como si las emociones de la noche anterior se hubieran quedado adheridas a mi piel. Los ojos hinchados, seguramente por las lágrimas que se habían escapado sin que me diera cuenta. Me movía como una sombra por la habitación, recogiendo un suéter que había dejado tirado y deslizándolo por mis brazos.
Bajé las escaleras lentamente, arrastrando los pies hacia la cocina, donde Esther ya estaba preparando el desayuno. Cuando me vio, me dedicó una sonrisa cálida. Intenté devolverla, pero lo único que conseguí fue una mueca torcida. Caminé hacia el comedor, donde encontré a mis padres. Ayer no se molestaron en recibirme, y ahora, después de tres años sin verlos, no sabía cómo comportarme frente a ellos.
Mi padre estaba sumergido en la lectura de su periódico, mientras que mi madre apenas me dedicó una fugaz mirada. Estaba concentrada en darle de comer a Chloe. Tragué saliva y me senté, esperando, casi anhelando, que alguno de los dos notará mi presencia. Pero ese momento nunca llegó.
Mi padre cerró el periódico con calma, dio un último sorbo a su café, y se levantó. Besó a mi madre en la mejilla y dejó un beso rápido en la cabeza de Chloe antes de salir de la habitación, sin siquiera mirarme.
Mi madre, siguiendo a mi padre, se levantó con Chloe en brazos y llamó a Esther para que la tomara, antes de marcharse al trabajo, sin mediar palabra, como si yo no estuviera ahí.