LAYLA
Baje casi arrastrando los pies y me dirigí a la cocina, desplomándome en uno de los taburetes, con la mirada foja en un punto invisible.
—Cariño, por fin saliste de tu habitación. ¿Quieres comer algo? —pregunto Esther al entrar.
—No —respondo con sequedad, pero Esther parece ignorarlo, porque comienza a preparar algo de todas maneras. Cuando termina, coloca el plato frente a mí, aunque solo con mirarlo siento que el estómago se me revuelve. No es que se vea mal, simplemente no tengo apetito.
—¡Puaj! ¿Qué es ese olor? —exclama de repente, llevándose la mano a la nariz mientras busca de dónde proviene el hedor.
—Soy yo —admito, sin levantar la vista del plato, mientras empiezo a jugar con los cubiertos de forma distraída.
—Mí niña, ¿cuándo fue la última vez que te diste un baño? —se acerca a mí, preocupada.
—Desde que regresé —respondo con indiferencia.
—¡¿Qué?! Eso fue hace dos semanas —sus ojos se agrandan, sorprendida.
Me encojo de hombros, sin mucho interés.
—Cariño, ¿por qué no tomas un baño y luego me acompañas al supermercado? Podríamos salir un rato—insiste, tratando de animarme.
—No, la última vez que te acompañe, todo fue un desastre —niego con la cabeza, recordando aquella experiencia.
—No te preocupes, está vez no llevaremos a Chloe.
Pero no era la niña lo que me molestaba; lo que me incómoda de verdad es esa constante sensación de ser vigilada, de sentirme atrapada y sin escapatoria.
—Esther... —la voz de mi madre nos interrumpe al entrar a la cocina, con su expresión seria y su tono firme, como si hubiera algo importante que decir—. Necesito que todo esté listo para la cena de esta noche, la familia Coker vendrá a cenar.
—Mamá —la llamé, intentando captar su atención, pero ella siguió explicándole a Esther cada detalle de cómo quería que se prepararan las cosas.
—Mamá—repetí, elevando un poco la voz, pero siguió ignorándome, centrada en su conversación con Esther.
—¡Mamá! —grité finalmente, deteniendola antes de salir de la cocina.
Mi madre se giró, mirándome de arriba abajo, evaluando mi apariencia, pero no pronunció palabra. Se quedó en un silencio incómodo, que me resultó más doloroso que cualquier reprimenda.
—¿No tienes nada que decirme? —pregunté, con la esperanza de escuchar algo de su parte. Desde que regresé, ni ella ni papá han mencionado nada.
Se acercó lentamente y, por instinto, abrí mis brazos, esperando un abrazo, un mínimo gesto de consuelo. Pero lo que ocurrió me dejó helada.
—Dúchate. Apestas —fue lo único que soltó antes de darse la vuelta y marcharse, dejándome con el eco de esas palabras en la cocina vacía.
Me quedé allí, de pie en la cocina, sintiendo cómo el vacío se extendía en mi pecho, más profundo que antes. Las palabras de mi madre, frías y constantes, reverberaban en mi mente, rebotando en cada rincón de mi ser. Mi mirada se clavó en el plato que Esther había dejado frente a mí, la comida intacta.
—Cariño, no le hagas caso —murmuró Esther con un tono cálido, intentando consolarme. Puso una mano sobre mí hombro, su gesto lleno de empatía, pero me sentía incapaz de aceptar esa pequeña muestra de cariño.
Sin contestar, me liberé suavemente de su toque y caminé hacia las escaleras. Cada paso se sentía pesado, como si un montón de pensamientos y emociones enredadas me estuvieran arrastrando hacia el fondo. Me detuve frente a mi habitación, dudando si entrar. Sabía que el espejo me devolvería una imagen que no quería ver. La de alguien que había dejado de preocuparse incluso por lo básico.
Entré finalmente y cerré la puerta detrás de mí. El silencio se hizo más denso en la habitación, como si fuera un lugar aparte del resto de la casa, de la gente, de los problemas. Me acerqué al espejo, observando la piel pálida, el cabello revuelto y los ojos hundidos por las noches de insomnio
Intenté sonreír, un gesto que parecía ajeno a mí rostro, como si ya no supiera cómo hacerlo de verdad.
«Dúchate. Apestas». La frase volvió a resonar en Mk cabeza y, aunque me dolía, decidí hacerle caso. Me quité la ropa lentamente, cada prenda cayendo al suelo cómo si fueran capas de una piel que ya no quería llevar.
El agua de la ducha estaba caliente, casi hirviendo, y dejé que cayera sobre mí, esperando que la cara más que la suciedad acumulada. Esperando que arrastrara la tristeza, la indiferencia, el vacío. Pero al final, cuando el agua se llevó las lágrimas que no había derramado en mucho tiempo, supe que nada había cambiado realmente.
Después de sacarme, me vestí con la primera ropa limpia que encontré. Mí reflejo en el espejo seguía siendo el de alguien a quien no reconocía del todo, pero al menos me veía un poco más presentable. Me obligué a salir de la habitación, a bajar nuevamente las escaleras, aunque todo en mí quería esconderse en la cama y desaparecer del mundo.
Cuando regresé a la cocina, Esther seguía allí, como si me hubiera sido esperando. Me dedicó una pequeña sonrisa, casi como si intentara decirme que las cosas estarían bien, incluso si yo no lo creía.