OSIEL
Hace tres años...
No sé en qué momento acepté cuidar a Layla Fischler. Bueno, en realidad sí lo recuerdo: fue aquella noche cuando Grover y yo apostamos que quien terminara borracho primero le debería un favor al otro. Y, por supuesto, yo siempre pierdo cuando el alcohol está de por medio.
Gire hacía mi derecho, donde Lorenzo parecía estar prestando atención a la clase de aritmética. Por un instante pensé que realmente estaba concentrado en lo que explicaba la profesora, pero al mirarlo de cerca, me di cuenta de que estaba recostado sobre su escrito, profundamente dormido. Arranqué un trozo de papel, hice una bolita y se la arrojé con cuidado, procurando que la profesora no se diera cuenta.
La bolita aterrizó en su brazo, haciéndolo sobresaltarse y parpadear confundido antes de mirarme. Le hice un gesto de silencio y él reprimió una sonrisa, aún medio adormilado.
—¿Te quedó claro él tema de la apuesta o necesitas otra explicación? —susurré con una sonrisa irónica, recordándole la deuda pendiente.
Lorenzo se encogió de hombros, claramente sin remordimientos.
—Vamos, sólo es cuidar a Layla —me dijo en voz baja, rodando los ojos—. ¿Qué tan difícil puede ser?
Le devolví la mirada con una mezcla de incredulidad y resignación. Difícil era quedarse corto. Layla y yo parecíamos polos opuestos, pero había algo en esa intensidad suya que me traía y me hacía querer estar cerca, aunque siempre termináramos peleando.
La profesora, ajena a nuestra conversación, continuaba escribiendo en la pizarra, y yo intenté concentrarme, aunque tenía la sensación de que los próximos días iban a ser un caos.
La clase avanzaba lentamente, y cada minuto me hacía pensar más en lo que me esperaba. Ya podía imaginarme a Layla con alguna queja o inventando alguna excusa para salir de casa. Cuidarla parecía fácil, pero sólo en teoría. La realidad era otra historia.
Al final de la clase, Lorenzo y yo salimos juntos.
—Entonces, ¿vas a sobrevivir a esta misión? —preguntó con una sonrisa burlona.
—No es cuestión de sobrevivir —le respondí—. Es cuestión de no perder la cordura.
Lorenzo soltó una carcajada y me dio una palmada en el hombro.
—Ya me contarás cómo te va —dijo, aún riendo—. Pero, oye, ¿te apuntas para la fiesta de mañana?
—No puedo, pasaré la tarde en la empresa y luego iré a mi departamento con Layla.
—¿Me estás diciendo que el gran Osiel Hoffmann va a quedarse en casa un viernes en la noche? —Lorenzo me miró con los ojos entrecerrados—. Dios, recuérdame nunca hacer una apuesta con Grover. Qué desperdicio de potencial.
Negué con la cabeza y sonreí con sarcasmo.
—Si tienes una idea mejor para hacer que una adolescente caprichosa se quede tranquila, soy todo oídos —respondí, intentando no darle más importancia de la necesaria.
Lorenzo soltó una carcajada.
—Déjame adivinar: eso también fue parte de la apuesta, ¿verdad?
—Y estoy empezando a arrepentirme —repliqué.
Me despedí de Lorenzo y me dirigí hacía mi auto. El día aún no terminaba; me esperaba una tarde en la empresa antes de regresar a casa y lidiar con la "responsabilidad" de ser el niñero personal de Layla.
Al llegar, me puse a organizar unos planos pendientes. Mientras Grover manejaba los asuntos en el extranjero de las empresas familiares, yo me sumergía en montones de carpetas y documentos, revisando cada detalle antes de enviarlos a mi padre y Albert. Entre cálculos, planos y firmas, las horas se esfumaron sin darme cuenta.
Alrededor de las seis de la tarde, finalmente me dirigí a mi departamento. Al entrar, encontré a Layla en el sofá jugando con su gata, que claramente le había pedido que mantuviera en su habitación. Me llevé los dedos al puente de la nariz, sintiendo la frustración acumulada, y solté un suspiro pesado. Sin siquiera saludar, me dirigí directamente a mi habitación, me despojé de la ropa y entré a la ducha, esperando que el agua fría me ayudara a calmarme un poco antes de la inevitable conversación sobre las reglas básicas de convivencia.
Al salir de la ducha, ya un poco más tranquilo, me coloqué ropa cómoda y fui a la cocina. Ahí estaba Layla, sentada en la barra con la gata en su regazo, acariciándola mientras veía algo en su teléfono, aparentemente sin percatarse de mi presencia.
—¿Recuerdas que te pedí que la gata se quedara en tu habitación? —comenté en tono neutral, intentando no sonar molesto.
Ella levantó la vista, encogiéndose de hombros con expresión inocente.
—Luna estaba aburrida ahí sola, y pensé que no te molestaría si estaba en la sala.
—Layla, no es que me moleste tu gata, pero hay límites —respondí, cruzando los brazos—. Si estamos compartiendo espacio, lo mínimo es que sigamos ciertas reglas.
Ella suspiró, dejándome claro que no estaba del todo de acuerdo, pero no me dijo nada. Acarició a Luna con gesto más calmado, sin mirarme directamente.
—Está bien, Osiel. La llevaré a mi habitación después de cenar —concedió, como si fuera un gran sacrificio.