LAYLA
Tomé una de las cajas pequeñas que estaban sobre el mostrador mientras Amanda seguía hablando. Su entusiasmo por las fiestas de su fraternidad era contagioso, y no dejaba de insistir en que debía acompañarla a una.
—¿De verdad beber cerveza cabeza abajo no es algo peligroso? —pregunté, algo incrédula.
—Claro que lo es, pero somos jóvenes. ¿Qué esperabas? —Se encogió de hombros con una sonrisa despreocupada.
Reí ante su respuesta. Mientras tanto, continúe sacando las bolsas del diseñador italiano que había llegado ese día. Con cuidado, las coloqué en las vitrinas de exposición de la tienda.
—¿Y tú? ¿A que universidad asistes?
—No estudio.
—¿Por qué?
—Es una historia larga —dije, tratando de esquivar el tema—. En resumen, no me interesa. Al menos, no por ahora.
Amanda me miró con curiosidad, como si estuviera evaluando si debería insistir o dejarlo pasar. Finalmente, decidió no presionar y cambio de tema.
—Bueno, si algún día cambias de opinión, las universidades también son buenas para algo más que estudiar. —Se inclinó ligeramente hacia mí, con una sonrisa cómplice—. Las fiestas y los chicos guapos, por ejemplo.
Negué con la cabeza, divertida, mientras terminaba de acomodar las bolsas en la vitrina.
—Paso de fiestas y chicos guapos. La próxima vez intenta con un argumento mejor.
Amanda soltó una carcajada, pero el sonido murió en cuanto apareció nuestra jefa, o "la generala", como Amanda la había apodado con mucho sarcasmo.
—Quiero que terminen de colocar las bolsas y prendas. Después irán a apoyar a la tienda de vestidos de novia que está a unas calles.
Asentimos al unísono, mientras la generala desaparecía detrás de la puerta de su oficina.
—Odio ir a ese lugar—murmullo Amanda, rodando los ojos con exasperación.
—¿Tan malo es?
—Malo es poco. Es un infierno. Si la generala es un grano en el trasero, imagínate cómo es su hermana. Tronchatoro es una firma amable de describirla —susurró, asegurándose de que nadie más la escuchara.
No pude evitar reirme, aunque traté de disimularlo mientras terminaba de organizarlas vitrinas. Sabía que el día apenas comenzaba y, al parecer, Amanda tenía razón: trabajar en la tienda de vestidos de novia no sería un paseo por el parque.
Una hora después, Amanda y yo caminábamos hacia la tienda de vestidos de novia, cargando algunas bolsas con accesorios que la generala había insistido en que lleváramos. El sol estaba en su punto más alto, y el calor comenzaba a volverse insoportable.
—¿Por qué siempre nos toca a nosotras? —se quejó Amanda mientras se abanicaba con la mano—. Es como si supieran qué odiamos este lugar y lo hicieran a propósito.
—Tal vez lo hacen. —Le lancé una mirada divertida mientras ajustaba la correa de una de las bolsas en mi hombro—. ¿No se supone que trabajar aquí es "una experiencia enriquecedora"?
Amanda bufó.
—Enriquecedora sería si nos dejarán salir antes de las cinco y no tuviéramos que lidiar con Tronchatoro.
Aunque era la primera vez que venía apoyar a esta tienda me asustaba un poco lo que decia Amanda de la hermana de la generala. Cuando llegamos, la tienda estaba en un caos. Tres clientas hablaban al mismo tiempo mientras una mujer alta y robusta, que solo podía ser la hermana de la generala, daba órdenes. Amanda y yo intercambiamos una mirada que lo decía todo.
—Ahí está —murmuró Amanda, inclinándose hacia mí—. ¿Ves? Tronchatoro en su máxima expresión.
Intenté contener una sonrisa, pero no funcionó. La mujer giró hacia nosotras con una mirada severa que parecía perforarnos.
—¡Por fin! —exclamó, extendiendo los brazos como si hubiera esperado nuestra llegada durante siglos—. Espero que sepan que aquí no estamos para perder el tiempo.
—Por supuesto —respondí con un tono neutral, esforzándome por mantener la calma.
—Bien. Tú —Señalo a Amanda con un dedo acusador—. Acomoda los accesorios en el mostrador. Y tú —Ahora me apuntaba a mí—, Atiende a las clientas. Pero hazlo rápido. No quiero que esto se convierta en un circo.
Amanda me lanzó una mirada de resignación antes de dirigirse al mostrador. Yo respire hondo y caminé hacia las clientas con mi mejor sonrisa
—¿En qué puedo ayudarlas?
Una de las mujeres se tiró hacia mí, quitándose los lentes de sol con un movimiento deliberado. El corazón se me detuvo al reconocerla, Janet. Su sonrisa amplia y su mirada fría me atravesaron como un cuchillo.
—Layla. ¿Trabaja aquí? —preguntó, aunque su tono sugería que ya conocía la respuesta.
Abrí la boca, pero ningún sonido salió. Mí garganta se cerró al instante, como si mí cuerpo se negara a reaccionar.
—Vaya, esto sí que es una sorpresa. —Su sonrisa se ensanchó, y su tono se volvió más incisivo—. No esperaba encontrarte aquí... trabajando. Especialmente considerando quién es tu familia.
La forma en que enfatizó la última palabra me hizo sentir como si acabara de soltar una bomba. Traté de recuperar la compostura, pero sus palabras seguían resonando en mí mente.