OSIEL
Dios me estaba castigando con cada segundo que pasaba. ¿Cómo pude decirle eso a Layla?
El peso de mis propias palabras me asfixiaba. Me moría por correr de vuelta a ella, por tomar su rostro entre mis manos y suplicarle que me escuchara, que nada de lo que había dicho era verdad. Pero no podía. Porque era un maldito cobarde.
La había hecho rogar por mí. Su mirada rota, sus lágrimas deslizándose sin control, su voz quebrándose en cada súplica… todo se repetía en mi mente como una tortura incesante. ¿Cómo pude ser tan cruel con ella?
Mi pecho ardía de rabia, de impotencia. Quería golpear algo, destrozar lo primero que encontrara a mi paso, pero nada cambiaría el hecho de que la había perdido. No importaba cuánto me odiara por ello, Layla jamás me iba a perdonar.
Y lo peor era que yo tampoco iba a perdonarme.
Apreté el volante con fuerza, desviándome del camino que me llevaba a la casa de Lorenzo. Mis nudillos estaban blancos por la presión cuando giré en redondo y estacioné frente al bar donde había pasado todo el día anterior y parte de la madrugada, ahogando en alcohol cada una de las mil formas en las que intenté terminar con Layla.
Pero ninguna se comparaba con lo que realmente hice.
Apoyé la cabeza contra el respaldo del asiento, cerrando los ojos con fuerza. Mi madre me había orillado a tomar esta estúpida decisión, pero yo fui quien pronunció esas palabras.
Y ahora, no había vuelta atrás.
Apreté la mandíbula con tanta fuerza que un dolor punzante me recorrió la sien. Mi respiración era errática, y mis manos temblaban mientras me pasaba los dedos por el cabello, despeinándolo aún más.
El bar seguía igual que la noche anterior: luces mortecinas, el hedor a cigarro y alcohol impregnando cada rincón, y la misma gente ahogando sus miserias en el fondo de un vaso. Me bajé del auto sin pensarlo demasiado y crucé las puertas, dirigiéndome directamente a la barra.
—Lo mismo de ayer —gruñí, dejándome caer en un taburete.
El barman me reconoció de inmediato, pero no dijo nada. Simplemente me sirvió un whisky doble y se alejó.
Tomé el vaso entre mis manos y lo miré con una mueca amarga. Layla nunca me perdonaría. De eso estaba seguro.
Porque yo tampoco me lo perdonaría.
La imagen de su rostro devastado me perseguía como un fantasma. Su voz quebrada, su temblor al mirarme suplicante, como si todavía hubiera algo que pudiera hacer para retenerme.
Dios, ¿por qué no le dije la verdad? ¿Por qué no tomé su mano, la abracé y le dije que la amaba?
Pero no. En lugar de eso, la destruí.
Apuré el trago de un solo golpe, sintiendo el ardor quemarme la garganta, pero nada podía doler más que el vacío que se expandía en mi pecho.
Entonces, una carcajada amarga escapó de mis labios.
Estoy bebiendo como mi padre. Estoy huyendo como mi padre cuando tiene problemas.
Y estoy perdiendo a la única persona que me ha hecho sentir vivo.
Cerré los ojos con fuerza, dejando el vaso sobre la barra con un golpe seco. Llamé al barman con un gesto impaciente, y esta vez no pedí un solo vaso. Pedí la botella entera.
Necesitaba adormecer la rabia y la impotencia que se revolvían en mi pecho. El ardor del whisky al bajar por mi garganta era tan abrasador como placentero. Un castigo autoimpuesto, una forma retorcida de recordarme lo que había hecho.
Era un cobarde. Un maldito cobarde.
No quería perderla, pero tampoco quería arrastrarla conmigo al desastre que era mi vida. Perdí la noción del tiempo, las luces del bar se volvieron más difusas y las voces a mi alrededor sonaban lejanas, como si estuviera atrapado en una burbuja de alcohol y culpa.
Saqué mi teléfono con dedos torpes y busqué su número. Layla. Solo su nombre en la pantalla bastó para que algo en mí se quebrara de nuevo.
Pero antes de presionar el botón de llamada, me detuve.
No podía hacerle esto. No podía arrastrarla de nuevo a mi miseria a mi cobardía.
La frustración explotó en mi interior, y sin pensarlo dos veces, lancé el teléfono contra la barra con fuerza. El sonido del impacto hizo que varias miradas se volvieran hacia mí, pero me importó una mierda.
El barman se acercó con cautela, observando la botella casi vacía frente a mí.
—Señor, creo que ya ha bebido demasiado —su tono era firme, pero sin confrontación, como si estuviera acostumbrado a tratar con tipos rotos como yo.
Un humor amargo se instaló en mi pecho, y una carcajada seca escapó de mis labios.
—¿Y a ti qué demonios te importa? —gruñí, apoyando los codos en la barra mientras mi cabeza daba vueltas—. Te pagan para servir tragos, ¿no? Para atender a los imbéciles que vienen aquí a ahogar sus problemas.
El barman suspiró y sacudió la cabeza antes de alejarse, le exigí otra botella.
Apreté los puños contra la madera de la barra, conteniendo la rabia que se acumulaba en mi pecho.