LAYLA
Mi vista se nubló por un momento. Las dos líneas en la prueba eran claras, inconfundibles. El peso de la realidad se hundió en mi pecho como un golpe brutal. No podía dejar de mirarlas, como si al hacerlo pudiera cambiar algo, hacer que desaparecieran o, al menos, que fueran una falsa alarma. Pero no lo eran.
Estaba embarazada. Esa era la verdad, innegable y aterradora. Mi vida estaba a punto de cambiar, lo sabía con absoluta certeza. Con manos temblorosas, dejé la prueba sobre el lavabo y retrocedí un paso, como si la distancia pudiera suavizar el impacto de lo que acababa de descubrir.
Embarazada. La palabra resonaba en mi cabeza una y otra vez, como un eco implacable. Yo, esperando un bebé. Algo dentro de mí quiso entrar en pánico, pero, contra toda lógica, una sonrisa titubeante se instaló en mis labios. A pesar del miedo, de la incertidumbre, una parte de mí no podía evitar sentirlo: una chispa de felicidad, de emoción. Llevaba dentro de mí a un hijo del hombre al que había amado toda mi vida.
Pero la realidad cayó sobre mí como un balde de agua helada. Osiel. ¿Cómo iba a decírselo? Para él, nunca fui más que un pasatiempo, una diversión pasajera. ¿Qué haría cuando supiera la verdad?
No, no podía pensar en eso ahora. Negué con la cabeza y me abracé el vientre instintivamente. No importaba cuánto me doliera admitirlo, él tenía derecho a saberlo. También era parte de esto. Pero… ¿y si reaccionaba mal? ¿Y si me rechazaba?
Respiré hondo, tratando de calmar el torbellino de pensamientos en mi cabeza. No podía precipitarme. Antes de cualquier cosa, debía estar segura. Las pruebas caseras podían fallar, necesitaba hacerme un análisis de sangre.
Pero ahí estaba el siguiente problema: aún era menor de edad. Necesitaba a un adulto que me acompañara. Mis padres… no, ellos no podían saberlo. No todavía.
Me pasé las manos por la cara, sintiendo la humedad de las lágrimas que no había notado hasta ese momento. No tenía un plan, ni siquiera sabía cuál sería el siguiente paso. Solo tenía claro una cosa: mi vida nunca volvería a ser la misma.
Salí del baño con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho. No podía quedarme allí, consumida por la incertidumbre. Necesitaba confirmar mis sospechas cuanto antes, pero hacerlo sola no era una opción. Mis padres jamás permitirían que fuera a un laboratorio sin una buena razón, y darles una explicación no era algo que estuviera preparada para hacer.
La única persona en la que podía confiar era Esther. Mi nana, la mujer que había estado a mi lado desde que tenía memoria, aquella que siempre sabía qué hacer sin necesidad de que se lo pidiera. Si alguien podía ayudarme sin hacer preguntas innecesarias, era ella.
Me dirigí a la cocina, donde el sonido del agua corriendo y el tintineo de los platos indicaban que todavía estaba terminando de lavar los trastes del desayuno. Me detuve en la entrada por un segundo, sintiendo cómo el nudo en mi estómago se apretaba aún más. Cuando por fin reuní el valor para acercarme, ella levantó la vista al notar mi presencia.
—¿Te sientes mejor, mi niña? —preguntó con dulzura mientras se secaba las manos con un trapo—. ¿Quieres que te prepare algo ligero?
—No, gracias —respondí con un intento de sonrisa, aunque mi voz sonó más tensa de lo que pretendía—. Ya me siento mejor, pero necesito un favor.
Esther frunció el ceño, dejando el trapo a un lado.
—Claro, dime qué necesitas.
Tragué saliva. No sabía cómo decírselo sin que sonara alarmante.
—Quiero hacerme un estudio —murmuré, evitando su mirada.
Su expresión se endureció de inmediato.
—¿Un estudio? ¿Te sientes mal? ¿Te duele algo?
Antes de que pudiera empezar a examinarme como solía hacerlo cuando me enfermaba de niña, alcé una mano para tranquilizarla.
—No es nada grave, solo necesito confirmar algo.
Las palabras quedaron flotando en el aire, pesadas, insinuantes. Esther me observó en silencio, como si intentara descifrar lo que realmente estaba diciendo. Y en el fondo, supe que lo entendió. Su expresión cambió sutilmente, pasando de la preocupación a una seriedad.
—Está bien. Vamos.
Se quitó el delantal con movimientos rápidos y precisos, colgándolo en su lugar habitual antes de tomar su bolsa. Juntas salimos de la casa, caminando en silencio por el pasillo que llevaba a la puerta principal. Le pedí que llamáramos un taxi, una medida necesaria para evitar que mis padres se dieran cuenta de nuestra salida.
Esther frunció los labios, pero asintió. Nos detuvimos en la esquina, esperando un auto disponible. El sol de la mañana caía con fuerza sobre el asfalto, y el aire estaba cargado de esa humedad pegajosa que anunciaba lluvia en las próximas horas.
—¿Qué clase de estudio vas a hacerte? —preguntó de pronto, mientras estábamos en la esquina, esperando el taxi que había solicitado.
El pulso me dio un vuelco. No podía seguir callándolo, no a ella. De todas formas, en cuanto llegáramos al laboratorio se enteraría.
—Nana… creo que estoy embarazada.
—¿Embarazada, Layla Fischler? ¿Qué estás diciendo? —su voz se elevó ligeramente, pero no tanto como para llamar la atención de los transeúntes que pasaban cerca.