OSIEL
Siete meses antes...
La tercera botella de whisky reposaba frente a mí, casi vacía. El vaso en mi mano temblaba ligeramente mientras lo giraba entre los dedos, observando el líquido ámbar danzar bajo la tenue luz del bar. Era el mismo lugar de siempre, el único refugio donde ahogaba mis penas y lamentaba la vida de mierda que me había construido.
Desde que esos ojos azules dejaron de mirarme, todo perdió sentido. La última vez que los vi estaban anegados en lágrimas, y supe que había cruzado un punto sin retorno. Nunca debí decirle esas palabras. Nunca debí echarla de mi vida de esa manera. Tampoco debí hacerle creer que estaba con Janet, cuando en realidad era Eden quien me curaba la resaca aquella maldita noche.
Hasta este punto, ya no había dudas: me había convertido en un alcohólico. Al menos, eso repetían Eden y Lorenzo cada vez que intentaban sacarme de este agujero en el que yo mismo me había metido. Pero a decir verdad, me importaba una mierda. Si mis riñones estaban destrozados, era lo mínimo que merecía. Al fin y al cabo, había destrozado el corazón de la única mujer a la que juré amar, para después arruinarlo todo de la noche a la mañana.
Era un cobarde. Un hijo de puta que ni siquiera tenía el valor de pararse frente a ella y decirle la verdad. Debería estar buscando la manera de verla, de recuperar lo que perdí. Mañana era su cumpleaños, y me moría de ganas de llevarla a cenar, de celebrar con ella. Pero mi cobardía era tan grande que ni siquiera podía acercarme a esa casa sin sentir que el suelo se abría bajo mis pies.
Así que me serví lo último que quedaba en la botella y dejé que el whisky quemara mi garganta, como si con eso pudiera acallar el peso insoportable del arrepentimiento. La neblina del alcohol nubló mi percepción del tiempo, y cuando me di cuenta, el mismo chico que me atendía cada noche estaba frente a mí, con una expresión de resignación en el rostro.
El bar estaba cerrando.
No tenía idea de cuántas botellas había bebido. Perdí la cuenta después de la tercera, o tal vez fue la cuarta… ¿Importaba acaso? Me puse de pie tambaleándome, sintiendo las piernas entumecidas por las horas que había pasado allí sentado. El chico me sujetó del brazo antes de que pudiera caer de bruces contra el suelo y me acompañó hasta la puerta.
El aire nocturno me golpeó el rostro con un frío que apenas sentí. Comencé a caminar sin rumbo fijo, dejando que mis pasos erráticos me guiaran por calles vacías y mal iluminadas. No quería volver a mi departamento. No todavía. Caminar me ayudaría a despejar la mente… o al menos a prolongar el momento en el que tendría que enfrentar la soledad de esas cuatro paredes.
De todas formas, no me quedaba otra opción. Mi auto seguía confiscado, gracias a Lorenzo, quien había tenido que sacarlo del corralón después de que lo estrellé contra un poste. Según él, fue su última advertencia antes de que me dejara pudriéndome en el desastre que estaba creando.
Pero nada de eso me importaba.
Seguí caminando, con la esperanza de que el alcohol y el cansancio me arrastraran a un sueño sin sueños. Uno donde no existieran sus ojos azules ni el vacío que habían dejado en mi vida.
No sabía si era el whisky corriendo por mis venas o el agotamiento que pesaba sobre mis párpados, pero de repente, ahí estaba ella. De pie frente a mí, con esa sonrisa que siempre había logrado desarmarme. Su cabello castaño se agitaba con la brisa nocturna, enredándose por momentos en su rostro antes de que ella lo apartara con un movimiento distraído. Y esos ojos… esos ojos azules que había amado hasta la locura.
—Osiel… —su voz sonó suave, casi un susurro, aunque algo en su tono se sentía diferente, distante—. ¿Qué haces aquí en este estado?
Las palabras se atoraron en mi garganta. No podía confesarle que estaba así por ella, que cada gota de alcohol era un intento fallido de ahogar su ausencia.
No esperó mi respuesta.
—Ven, te llevo a casa.
Antes de que pudiera reaccionar, me ayudó a subir a su… ¿auto? No recordaba que tuviera uno. No tardamos mucho en llegar; el bar estaba apenas a unas cuantas avenidas de mi departamento. Al llegar, abrió la puerta y me guió hasta el sofá con una facilidad que me sorprendió.
Se disponía a marcharse.
No podía dejar que se fuera. No otra vez.
Mis dedos se cerraron alrededor de su muñeca antes de que pudiera alejarse. Con un tirón desesperado, la atraje hacia mí. Su cuerpo chocó contra el mío y, sin pensarlo dos veces, mis labios buscaron los suyos.
Un beso hambriento, urgente, lleno de necesidad y arrepentimiento.
—Te necesito… —murmuré contra su boca, con la súplica ahogándose en mi voz.
La noche transcurrió entre besos desesperados y caricias que hablaban más que cualquier palabra. Su piel contra la mía era un recordatorio de todo lo que había perdido, de lo que aún anhelaba recuperar. No supe en qué momento el cansancio nos venció, solo recuerdo haberla sentido entre mis brazos, cálida y real.
Pero la mañana trajo consigo una realidad muy distinta.
Un dolor punzante atravesó mi cabeza en cuanto abrí los ojos. La resaca era brutal, como si mil martillos golpearan mi cráneo al mismo tiempo. Me llevé una mano a la sien, tratando de aliviar la punzada, hasta que sentí un movimiento a mi lado.