LAYLA
Después de que Chase me recogiera, intentó consolarme de todas las formas posibles, como si buscara reparar algo que ni siquiera había roto. Algo que, en realidad, llevaba roto desde hace mucho tiempo.
No lo merecía.
Chase era dulce, paciente, dedicado. Me trataba como si fuera lo más importante de su mundo, como si nada en él tuviera sentido sin mí. Y yo… yo ni siquiera podía aceptar ese amor sin sentirme una completa impostora.
Porque mientras me susurraba que me amaba, mientras su voz me envolvía con la promesa de que todo estaría bien, mi mente estaba en otra parte. En otro nombre.
Osiel.
Dios… ese beso nunca debió suceder.
Mi vida, antes de ese momento, se estaba estabilizando. Tal vez no por completo, pero al menos había logrado encontrar un equilibrio frágil, suficiente para que la opresión en mi pecho no fuera tan insoportable. Pero ahora… ahora sentía que me asfixiaba.
Me odiaba por lo débil que era.
Por la manera en la que Osiel tenía el poder de convertir mi mundo en un caos con una sola mirada, con un solo roce.
Y lo peor de todo… era que ni siquiera podía decir que no lo había disfrutado.
Esa noche, mientras yacía en la cama con los ojos fijos en el techo, sentí cómo la culpa se enredaba en mi pecho como un nudo imposible de deshacer.
Chase dormía a mi lado, su respiración era tranquila, acompasada, como si su sola presencia pudiera otorgarme la paz que yo misma me negaba. Se había quedado conmigo toda la noche, abrazándome sin hacer preguntas, como si supiera que no estaba lista para hablar.
Pero, ¿qué podía decirle? ¿Que mientras él me ofrecía su amor incondicional, mi mente seguía atrapada en un beso que nunca debió ocurrir? ¿Que, por más que lo intentara, no podía arrancar a Osiel de mi piel, de mis pensamientos, de mi maldito corazón?
Cerré los ojos con fuerza y me obligué a respirar hondo. Tenía que dejar de pensar en él.
Tenía que olvidar lo que pasó.
No podía permitirme volver a caer en el mismo abismo.
Pero al hacerlo, al intentar sofocar esos sentimientos, la imagen de Osiel apareció en mi mente con más intensidad: el calor de sus manos en mi cintura, el eco de mi nombre en su voz ronca.
Me giré en la cama, dándole la espalda a Chase, como si con ese simple gesto pudiera alejarme de la culpa que me carcomía por dentro. Pero no importaba cuánto lo intentara, la sensación seguía ahí, sofocante, como una sombra que no podía ignorar.
El beso con Osiel no había sido solo un error. No podía engañarme con esa mentira. Había sido un momento de debilidad donde todo lo que sentía, todo lo que había tratado de enterrar, resurgió con la misma fuerza de una tormenta.
Apreté los ojos con fuerza.
No. No podía permitirme pensar así.
Tenía a Chase. Él era bueno conmigo, me amaba sin reservas, sin condiciones. Me había demostrado una y otra vez que era alguien en quien podía confiar, alguien que me veía como más que un caos ambulante. ¿Por qué entonces seguía sintiéndome así?
Porque el amor no siempre es justo. Porque, por mucho que lo negara, mi corazón siempre había tenido dueño.
Y no era Chase.
Un suspiro tembloroso escapó de mis labios. Me abracé a mí misma, buscando una calidez que no llegaba.
La verdad estaba ahí, ardiendo en mi pecho como una herida abierta.
Osiel seguía dentro de mí.
Y lo odiaba por eso. Lo odiaba por no dejarme avanzar, por ser la única persona capaz de hacer que todo dentro de mí se sintiera vivo y, al mismo tiempo, completamente destruido.
Pero más que a él…
Me odiaba a mí misma.
Solté un suspiro contenido y aparté las sábanas con cuidado de no despertar a Chase, con pasos silenciosos, salí de la habitación y caminé hasta la cocina. La casa estaba sumida en la penumbra, salvo por la luz tenue del refrigerador cuando lo abrí por inercia. No buscaba nada en particular, solo necesitaba distraerme de mis propios pensamientos. Terminé sirviéndome un vaso de agua, esperando que el líquido frío me ayudara a despejar la mente.
—¿No puedes dormir? —la voz somnolienta de Amanda me sobresaltó. Se encontraba en el umbral de la puerta, con los ojos hinchados de sueño y el cabello revuelto.
—No, creo que el insomnio me está ganando esta noche.
—Si quieres, tengo pastillas para dormir.
Pastillas… dormir…
Por un instante, la idea resultó tentadora. No sentir. No pensar. No cargar con este peso insoportable.
No otra vez.
Parpadeé, alejando la idea antes de que pudiera aferrarse a mí.
—Gracias, pero no.
Amanda bostezó y caminó hacia la estufa.
—Entonces te haré un té —dijo con un encogimiento de hombros—. Mi mamá solía preparármelo cuando veía demasiadas películas de terror y luego no podía pegar ojo.