LAYLA
Abri los ojos lentamente, sintiendo el cálido sol filtrarse por la ventana y acariciar mi rostro. Me tomó unos segundos adaptarme a la luz, parpadeando mientras una punzada en la sien me recordaba el vino barato de anoche. El cuerpo aún me pesaba, aturdido por todo lo que había pasado… y por lo que había sentido.
Cuando mi vista se aclaró por completo, lo vi. Osiel. Dormido a mi lado. Su respiración era profunda, tranquila, su brazo rodeando mi cintura con naturalista, como si pertenecer a su abrazo fuera lo más normal del mundo. Mi pecho se comprimió. Sentí cómo un nudo comenzaba a subir por mi garganta.
Levanté una mano temblorosa y, casi sin pensarlo, acariciésu rostro. La yema de mis dedos rozó su mandíbula fuerte, sus labios entreabiertos por el sueño. Lo observé, grabando cada detalle como si quisiera retenerlo para siempre en mi memoria. Se veía tan perfecto. Tan jodidamente perfecto. Esto tenía que ser un sueño. Uno del que no quería despertar. No todavía.
Lo extrañe más de lo que jamás me atrevería a admirar en voz alta.
Aunque todo comenzó en la sala, con besos desesperados y piel contra piel sin pausa, terminamos en su habitación. Tropezando, buscando entre las sombras algo que nunca dejamos de necesitar el uno del otro. Ahora, en medio de esas mismas sábanas desordenadas, el deseo se había silenciado, pero en su lugar quedaban otras cosas. Más intensas. Más peligrosas.
Mis labios temblaban, no por el frío, sino por todo lo que se acumulaba en mi pecho: la culpa, el deseo, la tristeza. Él iba a casarse. Iba a ser padre. Y, aun así, estaba aquí. Conmigo. Tan cerca. Tan cálido. Tan malditamente mío... aunque ya no lo fuera.
Y lo odié por eso.
Por hacerme desear algo que no me pertenecía. Por recordarme, con cada caricia de anoche, que nunca dejé de ser suya. Que tal vez él nunca dejó de ser mío.
Intenté moverme con cuidado, para no despertar a Osiel. Llevé una pierna hacia el borde de la cama, sosteniéndome con el codo para no hacer ruido. Pero no había llegado ni a la mitad del colchón cuando sentí cómo su brazo se tensaba, volviéndome a atraer hacia su pecho con una fuerza tranquila pero decidida.
Su voz emergió ronca, entre sueños, con una gravedad que me estremeció.
—¿A dónde crees que vas?
No abrió los ojos. Solo me sostuvo.
Tragué saliva, mi lengua pesada, mis palabras parecían estar pegadas al paladar.
—Me… me tengo que ir —intenté contestar, pero la voz se quebró. Empecé a tartamudear, incapaz de mirar su rostro, incapaz de controlar la marea dentro de mí.
No me soltó. No dijo nada más. Y, en ese silencio, supe que huir no sería tan fácil.
—Me tengo que ir —repetí, esta vez un poco más firme, aunque mi voz seguía temblando.
Intenté apartar su brazo de mi cintura, pero él no se movió. No me soltó. Sentí cómo su respiración cambiaba ligeramente, más despierta, más alerta.
—No. —Su voz fue más grave, más clara, aún cargada por el sueño, pero tajante. Como una orden.
Me tensé en sus brazos, cerré los ojos con fuerza, intentando controlar el caos que se desataba dentro de mí. Tenía que salir de ahí. Antes de que todo volviera a doler más de la cuenta.
—Osiel, por favor… tengo que irme. —Me giré para mirarlo. Sus ojos ya estaban abiertos, clavados en los míos, oscuros y serios.
No había rastro del deseo de anoche. Ni de la ternura. Solo una tormenta silenciosa contenida detrás de su mirada.
—¿Y por qué te vas? ¿Por qué no te quedas conmigo todo el día?
—No puedo... es que... —Tragué saliva, sintiendo un ardor en los ojos—. Lo que pasó anoche... no debió pasar.
—¿No debió? —Se incorporó lentamente, apoyándose en un codo. Estaba despeinado, el torso desnudo y aún así parecía más intimidante que nunca—. Entonces, ¿por qué estás temblando todavía?
Me cubrí el cuerpo con la sábana como si eso pudiera protegerme del peso de sus palabras. Como si pudiera ocultar todo lo que mi cuerpo había confesado la noche anterior.
—Porque esto está mal —susurré—. Estás comprometido. Vas a tener un hijo. Esto… tú y yo... no tiene sentido.
—¿No tiene sentido? —Su mandíbula se endureció. Se sentó por completo en la cama, con los codos sobre las rodillas, la cabeza agachada, como si se obligara a respirar antes de explotar—. Lo único que ha tenido sentido para mí en meses fuiste tú anoche.
Negué con la cabeza, sintiéndome rota.
—Osiel, no puedes decir eso... Tú tienes una vida. Una familia que estás formando. Yo no puedo ser eso. No puedo ser "la otra".
—Jamás serías la otra, Layla —susurró Osiel con el rostro cerca del mío—. Tú eres la única. La única en mi vida. En mi corazón.
Cerré los ojos, conteniendo el temblor que subía por mi pecho.
—No digas eso, Osiel… —mi voz salió rota, ahogada entre emociones que no sabía cómo controlar—. Porque lo único que haces es confundirme más.
Sus manos envolvieron mi rostro con una suavidad que contrastaba con el torbellino que llevaba por dentro.