OSIEL
Me observé en el espejo de cuerpo completo, y por un segundo no supe quién era el hombre que me devolvía la mirada. El traje de bodas me quedaba perfecto, hecho a medida por los mejores… y sin embargo, me sentía ridículo. Como si llevarlo puesto fuera una burla, una traición tejida con hilos de engaño y cobardía.
En menos de dos horas estaría casado con una mujer que no amo. Una mujer que solo acepté por obligación, por presión, por miedo. Una unión vacía que sellaría el precio para poder estar cerca de mi hijo.
Y mientras tanto, la única mujer que de verdad amaba… La única que le daba sentido a mis días…
Esa mujer me odiaba.
Layla.
Desde aquel instante en el que gritó que me odiaba, no había tenido un solo momento de paz. Su voz seguía repitiéndose en mi cabeza, como una herida que no cerraba. Nunca debí confesarle que me casaría solo tres días después de haber estado con ella, de haberle hecho el amor como si el mundo se acabara. Fue cruel. Egoísta. Como si quisiera asegurarse de destruir cualquier esperanza que aún quedara entre nosotros.
Solo logré que me odiara más. Y lo merecía.
Me miré otra vez. En el reflejo no vi al hombre que quería ser. Vi a un cobarde, uno que se escondía detrás de decisiones impuestas, que se aferraba a la idea de que hacer lo correcto significaba sacrificarse por completo.
Había arruinado todo. Lo peor de todo es que no podía retroceder. Este matrimonio falso estaba a punto de llevarse a cabo… y con él, arrastraría lo último que quedaba de mí.
Un golpeteo en la puerta me sacó de mi ensimismamiento. No respondí. Me limité a mirar mis manos, temblorosas y sudadas. Manos que alguna vez tocaron a Layla como si fueran capaces de protegerla de todo. Hoy, no servían ni para sostenerme a mí mismo.
No quería bajar. No quería cruzar ese pasillo decorado con flores blancas que no escogí, ni enfrentar las miradas ajenas llenas de sonrisas vacías, de felicitaciones que no me decían nada. Era como caminar directo a mi propio entierro.
La puerta se abrió sin esperar respuesta.
—Cariño —exclamó mi madre con su habitual tono de entusiasmo forzado—, te ves espléndido. Justo como lo imaginé. Estás listo, tenemos que irnos a la iglesia.
Se acercó sin pedir permiso, ajustando la corbata con manos seguras, casi ceremoniales, como si fuera el último detalle de una figura de porcelana que necesitaba estar perfecta.
Solo asentí. Ya no tenía palabras. Ya no me quedaba nada más que la resignación.
La iglesia lucía majestuosa, rebosante de flores blancas, velas encendidas y una alfombra que se extendía hasta el altar como un río de ilusiones ajenas. Todo era perfecto. Frío. Planeado hasta el más mínimo detalle. Cada invitado lucía como una figura en una pintura de época: trajes, vestidos, peinados... todos sentados, listos para ser testigos de un teatro cuidadosamente coreografiado.
Me encontraba en el altar, con la mandíbula apretada y el corazón palpitando como un tambor de guerra. El murmullo de los invitados se desvanecía en un zumbido lejano. El aire olía a incienso y a traición.
Fue entonces cuando lo vi entrar por la puerta lateral del templo, con el rostro descompuesto, la camisa mal abotonada y el gesto de quien lleva un secreto a punto de explotar.
Lorenzo.
Se abrió paso entre la gente con pasos rápidos, esquivando sin disculparse, hasta que llegó al frente. Me tomó del brazo y se inclinó hacia mi oído, su voz en un susurro urgente.
—Necesito hablar contigo. Ahora. No puedes casarte, Osiel.
Me giré hacia él, aturdido.
—¿Qué estás diciendo? ¿Qué pasa?
—Por favor. No aquí. Acompáñame afuera. Es serio —insistió, con la mirada enredada de preocupación.
La tensión se disparó como una corriente eléctrica. Miré a mi alrededor. El sacerdote esperaba. Los músicos sostenían sus instrumentos. Todos los ojos estaban sobre mí. Pero algo en el rostro de Lorenzo me congeló. Esa no era una advertencia cualquiera. Había algo más.
Asentí con un leve movimiento y caminé junto a él hacia una puerta lateral, sintiendo cómo cada paso alejaba los murmullos de la iglesia y acercaba un peso nuevo sobre mis hombros.
Ya afuera, en un pasillo vacío, el aire me pareció más respirable, pero no menos denso.
—¿Qué demonios pasa, Lorenzo? ¿Por qué no estás arreglado? —inquirí, frunciendo el ceño al notar su estado.
Vaciló. Se pasó una mano por el cabello, nervioso, los ojos esquivando los míos.
—Yo... no quise que fuera así. No lo planeé. Fue un error. Una maldita noche que nunca debió suceder, pero sucedió. Aquella noche... después del evento de tu empresa… tú y Janet discutieron, ella se fue sola. Estaba borracha. Yo también. Y… pasó.
Me quedé helado.
—¿Qué estás tratando de decirme?
—Que el hijo que espera Janet… no es tuyo.
Mi respiración se cortó. El mundo se volvió opaco, irreal, como si alguien hubiera apagado el sonido alrededor.
—¿Qué? —la palabra apenas salió, ronca, rota.