LAYLA
Todo estaba oscuro. No una oscuridad cualquiera. Esta era densa… pesada… como si flotara en un lugar sin tiempo, donde nada dolía, pero tampoco se sentía. No sabía si respiraba. No sabía si existía.
Y luego, el mundo empezó a regresar.
Primero fue un pitido lejano. Después, un dolor suave en el pecho, como un tambor apagado que comenzaba a retumbar. Sentí mi lengua seca, la garganta áspera. Mi cuerpo pesaba como si llevara siglos acostada.
Abrí los ojos con esfuerzo.
El techo blanco. Las luces frías. Las cortinas cerradas. El olor inconfundible a hospital. Parpadeé varias veces. La claridad me lastimaba.
Estaba viva.
Pero… ¿por qué?
Mi corazón dio un vuelco. Quise moverme, pero apenas logré girar el cuello. Fue ahí cuando lo vi.
Un hombre dormía con la cabeza hundida sobre mi cama. La espalda encorvada, una mano entrelazada con la mía. Su camisa estaba arrugada, y había una tristeza dormida en cada línea de su rostro.
No podía ser…
—¿Osiel?
Mi voz fue apenas un susurro rasposo, pero bastó.
Él se incorporó de inmediato, con los ojos enrojecidos y húmedos. Me miró como si acabara de ver un milagro. Como si yo fuera lo más frágil y al mismo tiempo lo más preciado del mundo.
—Layla… —susurró, con un nudo en la garganta—. Estás despierta… Gracias a Dios…
Quise entender. Tratar de hilar la lógica entre su presencia y mi desconcierto. ¿Qué hacía él ahí? ¿Por qué su mirada tenía tanto dolor? ¿Por qué me sentía tan... vacía?
Antes de que pudiera formular una sola pregunta, Osiel se puso de pie y salió corriendo de la habitación.
El sonido de sus pasos se perdió en el pasillo por unos segundos, hasta que regresó acompañado de un doctor y una enfermera. El primero se acercó a revisar mis signos vitales, mientras la segunda comenzó a hacerme preguntas rutinarias.
Yo solo los miraba, desconectada. Mi mente aún no lograba entender por completo.
Estaba viva. Eso estaba claro. Pero, ¿por qué? ¿Qué había pasado? ¿Cuánto tiempo llevaba ahí?
Osiel permanecía junto a mí, sin despegarse ni un segundo. No hablaba, solo me observaba como si no se atreviera a parpadear, como si temiera que pudiera volver a irme.
Y entonces… la sombra de un recuerdo me golpeó.
No como una brisa.
Sino como una avalancha.
Las pastillas.
La caja vacía en mi mano. El silencio brutal que envolvía mi habitación. El llanto contenido en mi garganta. El deseo abrumador de dejar de existir. Y el peso… ese peso insoportable, como una piedra en el pecho, que no me dejaba respirar.
Una punzada de angustia me atravesó el estómago.
Vergüenza.
Miedo.
Culpa.
No supe cuál de todas llegó primero, pero se sentaron juntas, pesadas, en mi pecho
—¿Qué hice? —la pregunta se me escapó como un aliento contenido demasiado tiempo, apenas audible, temblorosa.
Él bajó la mirada. Sus labios formaban una línea apretada, como si las palabras que quería pronunciar le dolieran. Acarició mi mano con una delicadeza que rompía el alma, como si tuviera miedo de asustarme… o de perderme otra vez.
Pero antes de que pudiera decir algo, la voz del médico llenó la habitación.
—Señorita Fischler —intervino con un tono sereno pero firme—, usted ingirió una cantidad considerable de antidepresivos. Son medicamentos que deben tomarse bajo estricta supervisión. Afortunadamente, la encontraron a tiempo, pero su organismo no respondió bien… estuvo en coma durante dos semanas.
Dos semanas.
El mundo se desvaneció un instante.
Sentí que la sangre me abandonaba el cuerpo, dejándome vacía. ¿Qué había hecho? Dios mío...¿cómo pude llegar a algo así? Mi mente se llenó de imágenes: Esther llorando, mi hermano sin entender, mi padre tal vez destrozado. Me imaginé sus rostros. Su desesperación. La angustia de no saber si despertaría.
El doctor le susurró algo a Osiel antes de abandonar la habitación, pero no logré escuchar. Mis pensamientos eran un torbellino. Una parte de mí no podía dejar de repetirse lo estúpida que había sido. Pero, aunque sonara cruel, también sentía rabia.
Rabia conmigo misma.
Rabia con el mundo.
Porque otra vez… no lo había logrado.
Otra vez, ni siquiera en eso había tenido éxito.
Y entonces, una pregunta se abrió paso desde lo más profundo de mi mente, entrelazada con el dolor, la confusión… y una punzada de temor.
—¿Y tu boda?
Mi voz era apenas un hilo de aire, pero lo suficiente para quebrar algo dentro de él.
Su rostro cambió. La mandíbula se tensó, sus dedos se apretaron ligeramente alrededor de los míos, y por un instante, sus ojos brillaron de una forma que no supe descifrar.
—La cancelé —murmuró al fin, con voz áspera—. El mismo día que te ingresaron al hospital. ¿De verdad creíste que podía seguir con eso… sabiendo que tú estabas… así?