La Promesa

ᴄᴀᴘɪ́ᴛᴜʟᴏ 42

LAYLA

Por fin, después de varios días, hoy saldría del hospital. El sol de la mañana se colaba por la ventana, tibio, casi tímido, como si también supiera que algo en mí seguía fracturado. Desde aquel enfrentamiento con mi madre, todo parecía haber tomado un rumbo más sereno, al menos en la superficie. Osiel había traído a Chloe un par de veces para visitarme, y cada vez que la tenía cerca, me desbordaba el alma. Le llenaba la carita de besos, como si pudiera recuperar el tiempo perdido con caricias. Pero por dentro, moría de ganas de escucharla llamarme mamá.

Tenía que contenerme. Para ella, la única madre que conocía era la mía. Y aunque intentaba comprenderlo, no podía evitar esa punzada de rabia que me atravesaba el pecho cada vez que la veía aferrarse al recuerdo de una mentira.

La psicóloga me lo advirtió: debía ir con calma. Para Chloe, la revelación de que su hermana mayor en realidad era su madre podría ser un trauma profundo. Y aunque al principio me negué rotundamente a asistir a terapia —decía que estaba bien, que solo necesitaba descansar—, fue Osiel quien insistió con esa paciencia que a veces me desesperaba. Él sabía, aunque yo no lo quisiera admitir, que mi adicción a las pastillas era un problema real. Y también sabía que otra crisis emocional podría dejarme al borde de algo más oscuro.

Me cuidaba como si fuera de cristal, y aunque en ocasiones sentía que se preocupaba demasiado, no podía negar lo bien que se sentía no estar sola. Desde que abrí los ojos en la habitación del hospital, no se había separado de mí. Y su presencia, constante y firme, era lo que me mantenía en pie.

Por otro lado, sabía que lo que mi madre le reveló a mi padre lo había marcado profundamente, aunque él intentara ocultarlo. Me lo había dicho: que no importaba la sangre, que yo era su hija. Pero no era tonto. Era imposible que esas palabras no le hubieran dolido. Aun así, había comenzado los trámites de divorcio con Tessa. Sin escándalos. Sin reproches. Solo con la dignidad herida de quien ha amado demasiado a quien no lo merecía.

Y luego estaba Grover.

Tuvimos que contarle. No era justo ocultarle la verdad. Pero su reacción fue tan sencilla como dolorosamente hermosa: me abrazó y dijo que no le importaba. Que yo era su hermana, una Fischler. Y que eso no cambiaría jamás.

—Vamos, una cucharada más —la voz de Osiel me sacó de mis pensamientos. Estaba sentado frente a mí, con la cuchara de sopa extendida como si tratara de negociar con una niña caprichosa.

—Ya no quiero, me llené —murmuré, girando un poco el rostro con expresión cansada.

Él me observó con una mezcla de ternura y terquedad, esa que solo aparece cuando alguien te quiere de verdad. Ladeó la cabeza con una sonrisa ligera, pero no bajó la cuchara.

—No has comido ni la mitad. Vamos, un poco más y te dejo tranquila.

Suspiré, fingiendo fastidio, pero por dentro me reconfortaba ese gesto. Me hacía sentir cuidada… me hacía sentir amada.

Y tal vez, por primera vez en mucho tiempo, eso era suficiente.

Accedí a abrir la boca y tomé la cucharada con resignación. Osiel sonrió como si hubiera ganado una pequeña batalla.

—¿Ves? No fue tan terrible.

Pero al intentar llenar la siguiente cucharada, su pulso le jugó una mala pasada. Un pequeño derrame de sopa cayó sobre la sábana… y luego, directo a mi blusa de algodón blanco.

—¡Ay, no! —exclamó, dejando la cuchara a un lado con rapidez.

Bajé la mirada y vi la mancha en mi pecho. Me reí por primera vez en días.

—Eres un desastre —solté entre risas, sacudiendo la tela con torpeza.

—Lo siento, lo siento —murmuró, inclinándose de inmediato hacia mí. Tomó una servilleta del buró y comenzó a limpiar con cuidado, aunque la risa aún le temblaba en los labios—. Es que… tengo manos de empresario, no de mesero.

—Y de torpe enamorado también.

Le lancé una mirada de reojo, divertida. Pero él no respondió. Sus dedos se detuvieron sobre mi blusa. Levantó el rostro lentamente, y nuestros ojos se encontraron. Había algo distinto en su mirada, algo que me atrapó en ese segundo fugaz donde el mundo pareció silenciarse por completo.

—Layla… —susurró, como si mi nombre fuera un secreto que no quería que nadie más escuchara.

No me moví.

No pude.

Se inclinó un poco más y, sin prisa, rozó mis labios con los suyos. Fue un beso suave, tierno, lleno de esa paciencia que lo caracterizaba. Cerré los ojos, permitiéndome por fin sentir sin miedo. Era como si todas las grietas dentro de mí se llenaran, una por una.

Pero justo cuando nuestros labios se reencontraban por segunda vez, la puerta se abrió de golpe.

—Vamos a ver si podemos ir a comprar dulces… —La voz se cortó en seco, cargada de sorpresa.

Ambos nos separamos con torpeza, como dos adolescentes descubiertos en plena travesura. Risas nerviosas escaparon de nuestros labios mientras tratábamos, inútilmente, de disimular la intimidad del momento.

Margot estaba en la entrada, observándonos con una media sonrisa divertida en el rostro. A su lado, de la mano, sostenía a Chloe, que balanceaba su pequeño cuerpo con impaciencia. Desde que Osiel les había revelado a sus padres la verdad —que Chloe era su nieta— ambos habían reaccionado con una emoción tan desbordante que, por un momento, me sentí abrumada. No solo la aceptaron sin reservas: literalmente brincaron de felicidad. Bueno, casi literalmente.



#2710 en Novela romántica

En el texto hay: mentiras, drama, secretos .

Editado: 16.04.2025

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