Hart
Esa mujer se despidió con una sonrisa absurda. Odié aquella mueca exagerada de oreja a oreja, tan deslumbrante que me resultaba insoportablemente irritante, al punto de querer estrangularla. Sin embargo, reuní toda mi fuerza para ocultar la molestia. Dibujé, a la fuerza, una sonrisa igual de amplia, fingiendo amabilidad, mientras en mi interior hervían los deseos de romperle el cuello.
Los malditos peones me tendieron una toalla que apenas lograba cubrir gran parte de mi espalda. Por culpa de esa mujer, me vi obligado a igualar mis pasos con los de esos estúpidos peones, interpretando el ridículo papel del hombre tímido y avergonzado frente a la mujer que lo desarma. Una farsa patética, sí, pero necesaria.
<< Odio estar en contacto con ellos. >>
Incluso al entrar en mi habitación, me vi obligado a proyectar una imagen más amable de lo que soy frente a esas estúpidas criaturas, siempre atrapado en mi patético papel. Y, sin embargo, aquello no fue lo peor. Una de esas peonas, en su brillante torpeza, logró rasguñarme mientras me quitaba la ropa mojada.
Si estuviera en el ducado Demetrus, le cortaría las manos y la despediría sin pestañear. Pero no estoy en mi ducado; estoy en el palacio imperial, un lugar donde uno debe vigilar cada sombra a sus espaldas. Y lo más frustrante es contener mi ira, porque no puedo permitirme ni una sola mancha… si no quiero que todo se vaya al carajo.
Así que, en vez de darle una reprimenda, le regalé una sonrisa amable, mientras le decía que no había nada de qué preocuparse. El peón se disculpó con tanta insistencia que no hacía más que ponerme en aprietos, pero mantuve mi postura. Al final, pude deshacerme de todos ellos sin problemas. En cuanto se fueron, pude quitarme la mascara de un hombre infinitamente amable.
<<Esta bien, tal vez con eso logre encontrar una grieta.>>
Amaris
Me arreglé lo más rápido que pude. De alguna manera, esos tres hombres, se pusieron de acuerdo y llegaron sin aviso. Por ahora, solo tengo tiempo para ver a un solo hombre de esos tres.
En cuanto los sirvientes abrieron la puerta, distinguí a un hombre de cabellera rojiza, tan intensa como los rayos del amanecer, y con unos ojos dorados que parecían brillar por sí solos. Su belleza tenía algo felino, seductora y con un toque misterioso. Apenas crucé el umbral, una sirvienta anunció mi presencia; con un simple gesto les ordené retirarse, deseando quedarme a solas.
Él me miró e inmediatamente se levantó para caminar hacia mí. Su andar era seguro y confiado; se detuvo a un paso frente a mí. Él, sin más, tomó mi mano y besó el dorso de esta.
—Caleb Rousseau, se presenta ante la gran luna protectora del imperio selunia, su majestad. Es un gusto por fin conocerla en persona, Lamento que haya aparecido sin aviso, pero no podía esperar a conocer la gran belleza de su majestad.
Al igual que Demetrus tenía palabras dulces para el oído. Retiré mi mano, y me dirigí al lujoso sofá.
—Aun no pudo creer la gran cantidad de dinero que debe, aun despues de usar ese hermoso rostro.
Sus hermosos ojos dorados vacilaron, y junto con sus movimientos, antes fluidos, se detuvieron por un instante, como si hubiera escuchado algo sumamente aterrador. No obstante, logró recuperar su postura anterior, seguro de sí mismo, sin grietas notables a simple vista.
—Vaya, supongo que no le puedo mentir a una hermosa semidiosa.
—Basta de halagos, se a la perfección que solo coqueteas con mujeres casadas por su dinero, la cual usas para pagar tu enorme deuda millonaria, que te dejaron tus padres.
A Rousseau no lo sorprendió escuchar el gran secreto familiar. Al final, su padre era un adicto a las apuestas y su madre, bastante vanidosa. Juntos, gastaron cada centavo que tuvieron y terminaron endeudados hasta la muerte. Su destino era predecible, y lo único que le dejaron a su hijo fueron sus deudas.
Él, al no saber qué hacer, decidió valerse de su belleza para sobrevivir. La sociedad lo bautizó con un apodo peculiar: “plata brillante”, pues para las mujeres casadas era tan fácil de obtener como una joya guardada en un cofre. Ellas lo buscaban no por necesidad, sino por simple diversión. Incluso en los círculos más altos, donde los matrimonios se sellaban por conveniencia y no por amor, era común ver cómo tanto esposos como esposas terminaban buscando amantes para llenar el vacío.
La mayoría lo usa como un trofeo que presumir, siempre y cuando posea una belleza envidiable. De ahí surge ese apodo, como si se tratase de un trofeo exhibido ante los demás. Y, al final, no importa cuánto luche: siempre permanecerá en segundo lugar
—Entonces, dígame. ¿El motivo por el cual me trajo hasta aquí?
En sus ojos dorados se mostraba una profunda confianza, incluso su tono de voz, era firme. A pesar de estar frente a una figura importante.
—Pensé que, al tratarse de usted, al menos ya tendrá algunas suposiciones, de entre todas ellas, es la distracción.
El deslumbrante hombre, mostro una sonrisa burlona. Para luego, refutar mi orden.
—No lo entiendo porque una semidiosa tan hermosa, me pediría ayuda a alguien sin ninguna habilidad sobresaliente.
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Editado: 11.09.2025