La Promesa de Cupido

Capítulo XX

David y Amor caminaron hasta la casa de Esmeralda. Después de que él hubiera logrado convencerla de que golpear a Amanda no estaba bien y que no saldría victoriosa de ello, intercambiaban algunas palabras casuales mientras caminaban bajo la torrencial lluvia que hacía a Amor tiritar del frío.

— ¿Cómo sabías que estaba allá? —formuló después de doblar una esquina.

Él se encogió de hombros.

— En realidad no lo sabía, salí a buscarte y de casualidad pasé por la universidad y presencié justo el momento donde la pelirroja te rompió la nariz. Por cierto, ¿te duele?

— Un poco.

Asintió.

Ellos no habían hablado de los besos que se habían dado, ni como eso la había hecho sentir. Pero David, aunque permanecía serio, no parecía querer dejar brillar con luz propia.

Cuando volvieron al departamento Amor fue directo al baño y se sorprendió al ver su nariz de un tamaño tres veces más grande que el normal, se horrorizó y su cara ardió en vergüenza al recordar que David —y Jordan— la habían visto en ese aspecto.

Intentando ignorar el asunto, ella se encerró en el cuarto donde dormía, junto a su arco y flechas, ya que de regreso al departamento se le había ocurrido que, si podía encantar algunas flechas con los polvillos entonces estaría un paso más cerca de su hogar.

Se sentó de piernas cruzadas y se concentró, pasando su mano sobre la colcha, donde fue apareciendo toda su colección de polvillos, en realidad no podía definir al pie de la letra todos y cada uno de ellos, incluso en esa colección habían polvillos que nunca había aprendido cómo usar o para qué eran.

Tomó una flecha y escogió al azar los polvillos que curaban heridas de batalla, intentó rociarlos sobre la punta de la flecha, pero estos solo resbalaron en la punta, nunca llegando a adherirse, lo que frustró a la rubia. Lo intentó más veces, con diferentes flechas y diferentes polvillos, nada servía.

Salvo en un caso, donde unos polvillos rojos pintaron y quedaron adheridos a la punta de su última flecha. Para su mala suerte, ni siquiera sabía para qué se usaba ese tipo de polvillos.

Decidió que para entretenerse un poco podría practicar un poco su puntería. Tomó una pizca de polvillo iluminador y dibujó diversas equis alrededor de las paredes del cuarto.

Lanzó flecha por flecha, equis por equis, todas dando en el centro exacto de los dibujos. Mientras disparaba pensaba en diversas cosas; la última vez que había visto a su padre con una sonrisa, la última vez que había visto a sus amiga luego de escapar de las mano de Jacinda, ¿qué era lo que había dicho una de sus amigas?

— Haz que la gente en la Tierra vuelva a creer en el amor —le había dicho Gemny—. Sabes qué pasa cuando un nuevo Cupido reemplaza al anterior, sabes dónde se encuentran tus antepasados y lo más seguro es que ellos sepan que hay algo malo con el amor en el mundo. Probablemente su magia ya está muy débil y es cuestión de tiempo para que la tuya comience a fallar; devuélveles el amor a los mortales y con ayudas de tus familiares vuelvan para destruir a Jacinda.

— No puedo hacer eso —había respondido ella.

Pensó en alguno de sus antepasados, pero no le llegó nada a la mente; después de todo nunca había conocido a ninguno de sus familiares, y ellos solo habían sido vagamente mencionados durante sus horas de educación. ¿Qué pasaría si en algún momento ella encontrara a alguien a quien pudiera llamar abuelo o bisabuelo, le ayudaría sabiendo lo que había pasado?

Con ese pensamiento Amor lanzó la última flecha, la que estaba impregnada con los polvillos rojos. Cuando la flecha se clavó en el centro de la equis dejó una gran mancha negra que sobresaltó a Amor; nunca había visto nada como eso.

Pero seguramente era una reacción al juntarse los dos polvillos.

 

Se quedó dormida y soñó con laberintos sin salida, como los que se encontraban en los jardines de La Base y solía recorrer de niña. De pronto en cada esquina que Amor doblaba, aparecía Jacinda drenándole la sangre a personas que ella quería; su padre, Jordan, Gemny… e incluso David.

Abrió sus ojos, sobresaltada, con gotas de sudor en la frente y la respiración agitada, convenciéndose de que aquello sólo había sido un sueño… un muy mal sueño.

— ¡Aleja tus manos del traje! —Amor escuchó una advertencia en una voz desconocida, lo que inmediatamente la puso en alerta. Se posicionó frente a la puerta, tomó una de las flechas pegadas a la pared y el arco.




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