La promesa de la luna

Capítulo 3 "Y ahora... ¿qué hago con todo esto?"

Alba

Me había besado.

Me llevé los dedos a los labios, cerré los ojos y no pude evitar que una lágrima se me escapara. Imaginé que seguía ahí, abrazándome. Me había demostrado lo que sentía... ¿por qué justo ahora? Nunca me había detenido a pensar en eso, ni siquiera sabía que sentía algo así por él. Pero cuando se acercó de esa forma, cuando me tocó con esa suavidad que siempre tuvo conmigo, me perdí. Me di cuenta de que sí, Frank siempre me había gustado.

Cuando vi que los Robinson habían llegado, sentí un nudo en la garganta. Era la hora. Tenía que irme. Tenía que dejarlo atrás.

Estaba sentada en el asiento trasero del auto, en silencio. Ellos tampoco decían mucho. A veces sentía la mirada de Paúl en el retrovisor, pero yo no apartaba la vista de la ventana.

—Querida —dijo Laura desde el asiento delantero—, ¿estás bien?

—¿Qué? —volteé, un poco confundida—. Sí, estoy bien —le sonreí débilmente. Me di cuenta de que tenía los dedos sobre los labios. Lo recordé: Frank siempre intentaba quitarme esa manía.

—En unos minutos llegamos. Has estado callada todo el camino… imagino que debes sentirte nerviosa, pero poco a poco nos iremos adaptando —añadió Laura, acariciando la mano de su esposo.

—Sí, gracias. ¿Cuánto es desde el orfanato? —pregunté, buscando cambiar de tema.

—Hora y media. Aquí es —respondió Paúl.

Cuando el auto se detuvo, giré la cabeza hacia la ventana. La casa era hermosa, transmitía tanta calma, parecía un hogar. Tenía un jardín sencillo, ventanas grandes y una fachada de ladrillo. Me sentí pequeña frente a ella. Como si no perteneciera.

—Baja —Paúl me abrió la puerta con una sonrisa—. Deja que yo cargue tu bolso.

Me quedé quieta un segundo, respirando hondo. Luego bajé. Laura me hizo un gesto para que entrara.

—Adelante, Alba. Estás en tu casa.

"Tu casa." Sonaba tan ajeno. Por costumbre, esperé que alguien me dijera qué hacer, qué no hacer, qué horario seguir. Pero no. Solo silencio.

Al entrar, lo primero que vi fue a un chico sentado frente al televisor. No le veía bien el rostro. Todo en la casa tenía un tono cálido: paredes color tierra, muebles crema, repisas con fotos. Todo tan distinto. Tan nuevo.

Cuando el chico se giró, noté sus pecas, su cabello castaño algo despeinado, y sus ojos atentos. Tenía un aire tranquilo. Se levantó del sofá y se acercó con paso relajado.

—Hola, mamá —dijo al acercarse. Besó a Laura en la mejilla—. Hola, papá.

Luego se volvió hacia mí.

—Ella es Alba —dijo Laura, mirándome con suavidad.

—Hola, soy Martín —dijo él, y me sonrió— Bienvenida.

Me limité a sonreír. No sabía qué decir.

—¿Qué les parece si pedimos algo para cenar? —propuso Laura mientras sacaba su celular—. Lo que quieran.

—Lo que sea está bien —respondió Martín, despreocupado. No parecía molesto por tener una nueva hermana. Solo… tranquilo.

—Ven, te muestro tu habitación —me dijo, subiendo las escaleras. Miré a Laura, quien asintió con una sonrisa. Lo seguí.

Arriba, se detuvo frente a una puerta.

—Esta es mi habitación. La tuya está justo al frente —dijo, señalándola. Abrió la puerta y me dejó pasar.

Era más grande de lo que imaginaba. Paredes blancas, piso alfombrado, una cama individual junto a la ventana, una mesa de noche, un escritorio con una lámpara. Todo estaba limpio. Ordenado. Pero vacío. ¿Con qué iba a llenarla?

—¿Cuánto tiempo viviste en el orfanato? —preguntó desde la puerta.

Su pregunta me devolvió a Frank, como una punzada en el pecho.

—Diez años —dije, sin mirarlo—. Desde los seis.

—¿Y nunca te preguntaste por tus padres?

Me senté en la cama. Él se acercó y se sentó también, a cierta distancia.

—Lo hice cuando era más pequeña, pero con el tiempo… no sé. Dejé de esperar respuestas. Ellos no me dejaron ahí. Me encontraron.

—¿Y cómo era todo allá? ¿Tenían clases? ¿Jugaban? ¿Qué hacías para divertirte?

—Teníamos clases. Lo básico. Historia, matemáticas, lenguaje. Jugábamos, sí, pero siempre con horarios. Reglas. Ruidos. Y pocas veces con libertad.

—Debe ser difícil cambiar todo eso tan de golpe —comentó, con los codos sobre las rodillas.

—Sí, un poco.

—La idea de adoptar a alguien fue mía, ¿sabes? —soltó de pronto. Me giré para mirarlo—. Nunca me dejaron ir con ellos al orfanato, pero lo pedí muchas veces.

—¿Tú idea? —pregunté, intrigada.

—Sí. Hace cinco años perdimos a mi hermana. Ella tenía diez. Íbamos a una cabaña, estábamos jugando a las escondidas…

No pudo seguir por el aviso de Laura, pero algo me decía que tampoco hubiera continuado contando más.

—Chicos, ¡bajen a comer! —gritó Laura desde el primer piso que nos sacó de esa conversación.

Nos levantamos. Me hizo un gesto para que lo siguiera. Bajamos en silencio.

—¿Qué hacían arriba? —preguntó Paúl al vernos.

—Le mostraba su habitación —respondió Martín, sentándose.

Habían comprado pizza. Nos sirvieron. Yo apenas comí. Entre preguntas amables y sonrisas incómodas, la cena pasó rápido. Me levanté para lavar mi plato, pero Laura me detuvo con una sonrisa maternal.

—Anda a descansar. Yo me encargo.

Obedecí. Subí a mi habitación, cerré la puerta y me senté en la cama. Observé cada rincón. Era linda, sí. Pero no era mía. Todavía no.

Me acerqué a la ventana. Y ahí estaba: la luna. Y junto a ella, esa estrella. La estrella. La que Frank me había mostrado.

Las lágrimas volvieron, silenciosas. Me las limpié rápidamente al escuchar un golpecito en la puerta.

—¿Estás bien? —Martín estaba en el marco de la puerta, sin entrar.

—Sí —respondí bajito y volví a sentarme en la cama.

—¿Puedo pasar?

—Claro.

Se sentó a cierta distancia.

—¿Qué?

—No pareces muy feliz de tener una familia.

—Sí lo estoy. Era lo que siempre quise. Pero extraño a mis amigos.

Saqué del bolso algunas cosas que había guardado por años. Un avión de papel. La piedra que Frank había decorado para mí.




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