Frank
Se fue.
Y cuando vi ese auto desaparecer en la curva, lo supe. No era un "hasta pronto". Era un nunca más. Alba ya no estaba. Y esta vez, no se trataba de perder a alguien que uno quiere por elección. Era perderla porque así es este lugar: un constante ir y venir de personas que entran rotas y se van con suerte a intentar ser reparadas.
Pero ¿qué pasa con los que se quedan?
Aquí aprendí que no te puedes encariñar con nadie. Porque un día están y al otro... ya no. Y no importa cuánto los quieras, no puedes detenerlos. No puedes pedirles que se queden. Lo supe desde que era un niño. Pero nunca me dolió tanto como ahora.
Sentí un vacío. Ese tipo de vacío que no se llena con nada. Porque no era solo que Alba se fuera. Era saber que ella era lo único que había sentido como familia en todos estos años. Lo único real. Y ahora ya no estaba.
—Frank, hoy es día libre. Vamos, levántate —escuché a Raúl mientras me sacaba las sábanas de encima.
Solo giré sobre la cama y me cubrí más con la almohada.
—No tengo ganas, Raul.
—¿No tienes ganas? —lo sentí sentarse en mi cama, como si no se fuera a mover hasta que hablara—. ¿Qué pasa?
Me senté lentamente, con el cuerpo pesado y la garganta cerrada.
—Nada… —suspiré—. Es solo que… se siente raro que Alba ya no esté. Tú sabes cómo es cuando alguien se va.
Él me observó. No dijo nada por un momento. Luego sonrió, medio burlón.
—Sí. Pero esta vez es distinto. Porque te importa. Frank… tú nunca reaccionas así. Admitelo. Te gusta Alba.
Le lancé una mirada, y él levantó las manos en señal de paz.
—Tranquilo. Solo digo… que ella ya tiene una familia, de tantos de nosotros, ella lo consiguió.
—Lo sé. Ya déjalo.
Me puse de pie y me cambié el polo. Justo entonces, Rodrigo, uno de los más chicos del pabellón, apareció en la puerta.
—La directora te busca. Dice que es urgente.
Enarqué una ceja. Miré a Raúl.
—¿Y ahora qué?
—No me mires así. Anda a ver qué quiere.
Salí casi corriendo y llegué a la oficina. Toqué. Entré.
—¿Pasa algo? —pregunté, ya algo inquieto.
La directora se quitó los lentes y los dejó sobre la mesa.
—Sí, Frank. Siéntate. Tengo que hablar contigo… y quiero ser muy honesta.
Obedecí. El corazón se me aceleraba sin saber por qué.
—Estuve revisando tu expediente. Llegaste a los siete años… solo, en la calle, pasaste por algunos lugares temporales por períodos muy cortos pero ninguno funcionó, siempre volvías. Y hoy, a pocos meses de cumplir los dieciocho, lamentablemente no fuiste adoptado.
Sus palabras cayeron como una piedra. Me crucé de brazos y forcé una sonrisa vacía.
—Entonces, ¿qué? ¿Me sacan y que me arregle como pueda? ¿Eso es todo?
—No es así —respondió sin levantar la voz—. Vamos a conseguirte un trabajo y un lugar donde vivir. Un pequeño departamento para empezar. Nada lujoso, pero tuyo. Para que empieces a construir algo por ti mismo.
Yo solo la miraba. ¿Sabía lo que era salir al mundo solo? ¿Después de haber sido invisible toda tu vida?
—¿Y en qué trabajaría? No sé hacer nada. Nadie me enseñó más que a obedecer órdenes.
—Sabemos que eres bueno con los números. Vamos a aprovechar eso. Harás trabajos prácticos y, si todo va bien, tendrás un contrato estable.
—¿Cuánto tiempo tengo?
—Seis meses hasta noviembre que cumples los dieciocho. Luego tendrás que salir de aquí.
Asentí en silencio. No dije nada más. Me levanté y salí.
El aire afuera se sentía más denso. Me fui directo al jardín. Encontré a Raúl, sentado con un cigarro en la mano. ¿Otra vez? Ese niño siempre encontraba dónde conseguir uno.
—¿Te lo vas a fumar o me das uno?
Me lanzó una sonrisa cansada y me pasó el cigarro. Lo encendí. Lo inhalé. Dejé que el humo quemara mi garganta.
Y ahí estaba ella, como siempre.
Sus ojos, su voz, su forma de caminar. El último beso. Sus manos en mi pecho. Su miedo, su risa. Su ausencia.
Raúl me pasó otro. Lo prendí con el suyo. No dijimos nada. Solo compartíamos el silencio, la noche, y la desesperanza.
Ambos habíamos vivido vidas jodidas, pero muy distintas. Raúl había estado en la calle desde que tenía memoria. Sin padres, robando para sobrevivir. Cuando llegó aquí, no sabía leer ni escribir. Pero se había adaptado rápido. Tenía calle, tenía agallas… y tenía hambre de libertad. No era como yo. Yo había querido quedarme. Porque ella estaba aquí.
Y ahora, ya no.
—Raul —lo llamé cuando se levantó.
—¿Qué?
—¿Quieres salir de acá?
Me miró serio. Sorprendido. Pero con una chispa en los ojos que no le veía hace tiempo.
—¿Hablas en serio?
—Completamente. Esta noche. Nos vamos.
—¿Cómo? ¿A dónde?
—No lo sé. Solo salgamos.
—Estás loco.
—Lo sé.
Me miró por unos segundos, luego sonrió.
—Está bien. Me sirve. Esta noche, entonces.
Me fui a mi habitación, armé una bolsa con ropa y algo de plata que había escondido hace tiempo. Me recosté. Cerré los ojos.
Ella seguía ahí.
En mis pensamientos, en mi memoria, en cada parte de mí.
Desperté de golpe con un portazo.
—¡Frank! ¡Te estuve esperando tres horas! —Raúl entró con la cara descompuesta.
—Tranquilo hombre. Aún tenemos tiempo.
Me lavé la cara. Agarré la bolsa. Lo miré.
—¿Listo?
—Listo.
Salimos por la ventana. Cruzamos el patio trasero pegados a la pared. Las luces estaban apagadas, pero el corazón me latía con fuerza. Cuando llegamos al muro, arrojamos las bolsas. Lo ayudé a subir.
Justo cuando él estaba por saltar, una luz nos iluminó.
—¡Carajo, rápido!
Él saltó. Yo me subí, pasé una pierna. Miré hacia el otro lado. No me despedí del orfanato. Solo de la vida que dejaba ahí.
#4840 en Novela romántica
#317 en Joven Adulto
drama amor adolescente dolor y perdida, amores pasados, romance emocional
Editado: 22.12.2025