El viento acariciaba las ramas desnudas del rosal que se extendía junto al invernadero. El perfume de las flores ausentes parecía suspendido en la memoria de aquel lugar, como si el tiempo se hubiese detenido justo antes de florecer.
Ella estaba allí, con los guantes puestos, retirando hojas secas con una delicadeza casi ritual. No era una tarea habitual en su rutina, pero necesitaba sentir que tenía el control de algo, aunque fuera de lo que muere.
Él llegó sin anunciarse, como siempre. No hacía falta. Su sola presencia bastaba para que el aire cambiara.
Se detuvo a unos pasos de ella, sin interrumpir. Observó en silencio sus movimientos, sus manos enguantadas, la curva sutil de su cuello inclinándose hacia las plantas como si les susurrara secretos.
—Hace frío para estar aquí —dijo él finalmente, con voz suave.
Ella no respondió de inmediato. Se permitió unos segundos antes de alzar la vista.
—Me gusta el frío. Me recuerda que sigo sintiendo.
—¿Y duele sentir? —preguntó él, sin ironía, sin juicio.
Ella lo miró. Ese tipo de miradas que no necesitan palabras. Que atraviesan el cuerpo y clavan raíces en el alma.
—Solo cuando no se puede hacer nada con eso —murmuró.
El silencio entre ellos era denso, pero no incómodo. Como si estuvieran habitando un espacio que solo ellos entendieran.
Él dio un paso más cerca.
—No quiero verte atrapada —dijo—. No detrás de esas paredes. Ni de esas decisiones que otros tomaron por ti.
Ella sonrió, pero su sonrisa no llegó a los ojos.
—Algunas jaulas tienen barrotes dorados. No se escapa tan fácilmente de algo que se construyó con la voz de generaciones.
Entonces él, con gesto casi tembloroso, extendió la mano y tomó una hoja seca del borde de su abrigo. Sus dedos rozaron apenas la tela, pero el gesto fue suficiente. Suficiente para que el mundo dejara de girar durante un segundo.
No dijo más. No podía.
Y ella, mientras lo veía alejarse en silencio por el sendero de piedra, supo que ese instante, por breve que fuera, sería lo único verdaderamente suyo.
•••
Entrada de diario – 17 de julio de 1883
La hoja que él tocó
He guardado una hoja seca.
No sé por qué lo hice, pero cuando regresé al invernadero más tarde, allí estaba… la misma hoja que él tomó de mi abrigo. La reconocí de inmediato, como si llevara impresa su huella.
Ahora descansa entre estas páginas, aplastada por el peso de lo no dicho.
Hoy casi no hablé.
Me limité a escuchar el murmullo de los criados, los pasos de mi madre apresurados por los corredores, las decisiones que no me incluyen pero me afectan como si fueran mías.
Intenté bordar, pero las puntadas me salieron torcidas.
Mi mente regresaba una y otra vez a él.
A cómo sus ojos parecían leer los míos sin preguntar.
A cómo su voz no fue una pregunta, sino una forma de quedarse cerca, aunque no lo dijera.
¿Qué habría pasado si me hubiese tomado la mano?
¿Si, en vez de una hoja, hubiese recogido mi miedo y lo hubiese sostenido también?
Siento que cada día me alejo un poco más de lo que debería ser. Que cada vez me cuesta más recordar por qué acepto todo esto en silencio.
¿Acaso es cobardía?
¿O es que amar en voz alta en esta casa es más peligroso que callar?
Esta noche he rezado. No por él. He rezado por mí. Para no perderme.
E.
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Editado: 09.08.2025