Entrada de diario – 4 de agosto de 1883
La caída suave
Hoy di el primer paso.
Uno pequeño, casi imperceptible… pero decisivo.
La casa organizó una pequeña reunión de té con la señora Wycliffe, una amiga de mi madre, y con ella, su hija y —cómo no— William.
La conversación era una cadena de banalidades, una coreografía de sonrisas fingidas.
Yo ya no podía respirar en esa sala.
Marie, silenciosa como siempre, se acercó mientras mi madre no miraba y me susurró:
—Cuando esté lista… solo toque su muñeca. Nadie lo notará.
Lo hice.
Y segundos después, el mundo se volvió borroso.
No porque me desmayara de verdad, sino porque me dejé caer con la elegancia de quien ha ensayado el derrumbe.
Marie corrió hacia mí, alarmada. Mi madre gritó. William intentó sostenerme, pero no lo dejé.
Fui llevada a mi habitación entre susurros y rostros preocupados.
Y así comenzó todo.
Una hora después, ya en cama, Marie cerró la puerta y se sentó junto a mí.
—Ya han mandado por el médico. Diremos que ha tenido varios episodios estos días. Yo escribiré la carta a la señora Hargrove pidiendo que retrasen el compromiso.
—¿Y si no lo aceptan? —le pregunté, con la garganta apretada.
Marie me miró con algo más que compasión. Con determinación.
—Entonces fingiremos algo peor. Las mujeres como usted merecen algo más que resignación.
Y si puedo ayudarla a alcanzarlo, lo haré.
No lloré.
No podía.
Pero sentí dentro de mí esa certeza que hasta ahora me era ajena: no estoy sola.
No mientras exista Ezra.
Y no mientras exista Marie.
E.
#5668 en Novela romántica
#2273 en Otros
#572 en Relatos cortos
sentimientos imposibles de ocultar, cartasalamor, confesiones pasadas
Editado: 09.08.2025